Narra Lorena.No pasan más de cinco minutos desde que vuelvo a cruzar la puerta del bar cuando Candy aparece a mi lado, como si hubiera estado acechando desde las sombras, esperando el momento justo para abalanzarse.—Che, Linda —dice, bajando la voz, con una mirada que intenta parecer cómplice—. Me enteré de algo... y creo que deberías saberlo.Me obligo a mantener la expresión neutra, a no dejar que el pánico que me muerde las entrañas se asome en mi rostro.—¿Qué cosa? —pregunto, apagando el cigarrillo contra el borde oxidado de una mesa.Candy se acerca aún más, invadiendo mi espacio personal, con ese perfume dulce y barato que me revuelve el estómago.—Hay... hay tipos afuera —susurra—. Están preguntando por una mina que se parece mucho a vos. Dicen que es peligrosa... que es una asesina.Finge estremecerse, abrazándose los codos.—Yo no dije nada, lo juro —agrega, clavando esos ojitos pintados en los míos—. Pero si te ven acá, te van a llevar. Tenés que irte. Yo... yo te puedo a
Narrado por Lorena.El espejo está rajado en dos líneas irregulares que cortan mi imagen como un puñal sin filo, deformándome la boca en una mueca que ya no sé si es de furia o de resignación. El baño público huele a orines viejos, a humedad y a una descomposición tan densa que parece querer pegarse a la piel como un suéter mojado; pero a estas alturas del partido, pretender dignidad sería como rezarle a un santo que yo misma decapité.Miro la tijera oxidada que robé de la farmacia de la esquina, desatenta, la cajera adolescente pensó que un "chico" como yo no podía ser una amenaza, y cierro los dedos en torno al mango frío, como si sostener esa herramienta me diera alguna forma de poder en medio de la ruina.No hay opción.No queda margen para juegos de ingenio o disfraces baratos.O desaparezco... o me encuentran.Me empujo contra el lavabo quebrado, inclino la cabeza y, sin pensarlo más, clavo las hojas melladas de la tijera en el nido de cabello que alguna vez bailó dorado bajo la
Narra Lorena.El asfalto vibra bajo las ruedas del destartalado coche rojo como un animal respirando pesado, y el cielo se desgrana en un gris sucio que aplasta todo el paisaje con su peso opresivo. A mi lado, la chica, que se presentó como Danny apenas después de arrancar, canta a gritos desentonados la letra de una canción que habla de libertad como si fuera algo tan sencillo como un boleto de autobús.Yo asiento de vez en cuando, murmuro monosílabos, me río en los momentos que ella espera que lo haga. El papel del adolescente callado, herido y rebelde me queda apretado en el cuerpo, pero lo interpreto mejor que cualquier papel que alguna vez bailé en un escenario.—¿Cómo te llamás? —pregunta, masticando el chicle con la misma energía con la que acelera para esquivar un bache asesino.—Leo —digo, usando el primer nombre que me suena creíble, corto, masculino, olvidable.—¿Leo, eh? —se ríe, lanzándome una mirada rápida de complicidad—. Tenés cara de Leo.Me muerdo el interior de la m
Narra Lorena.El cielo ya no es gris. Es negro.Un negro denso como el aceite quemado que gotea de las máquinas rotas.Y las estrellas, las pocas que logran colarse entre las nubes, parecen agujeros en un lienzo de mala calidad.Danny canta bajito para sí misma mientras conduce, siguiendo las curvas de la ruta secundaria como si fuera una cinta de seda, ignorando los carteles oxidados, las señales de "zona de control" y los fantasmas de la civilización que dejamos atrás.Yo, acurrucada contra la ventana, siento el sudor pegajoso bajo la camisa robada, el picor de la peluca improvisada que uso como disfraz, y el pulso brutal del miedo latiéndome en la boca del estómago.En teoría, estamos cerca de la frontera de la ciudad.En teoría, nadie nos sigue, en teoría, todo debería ir bien, pero las teorías son para los muertos.Danny bosteza sonoramente, y sus pestañas rozan su mejilla mientras se esfuerza por mantener los ojos abiertos.—Falta poquito, Leo —murmura—. Después te dejo donde qu
Narra Lorena.El coche avanza por la carretera despintado, humeante, con el capó atado por alambres improvisados. La noche cae espesa como alquitrán sobre los árboles deformes que bordean la ruta. A nuestro alrededor, nada más que el murmullo áspero del viento, el crujir del motor agonizante y la voz chillona de un locutor local que anuncia con entusiasmo la fiesta de la cosecha de algún pueblo perdido.Danny, al volante, tamborilea los dedos sobre el volante al ritmo de una canción que no conoce. Tararea, con esa energía ciega de quien no comprende realmente en qué pozo se ha metido. Yo, o Leo, como ella me llama, voy en el asiento del acompañante, encorvado bajo la chaqueta ancha, el pelo recién cortado rascándome la nuca, la mirada fija en el retrovisor como si fuera un condenado que sabe que la soga ya roza su cuello.—Oye, Leo… —dice Danny, ladeando la cabeza sin apartar los ojos del camino—. ¿Estás seguro de que no te siguen?La pregunta suena inocente, pero su tono tiene una vi
Narra Lorena.La calma dura exactamente ocho minutos.Ocho minutos en los que Danny canta bajito una canción pop ridícula, ajena al huracán que se cierne sobre nuestras cabezas.Ocho minutos en los que mis manos dejan de temblar.Ocho minutos en los que, por primera vez en mucho tiempo, me permito pensar que tal vez, solo tal vez, podríamos lograrlo. Hasta que los veo.Luces azules rebotando en el horizonte. Otro control, pero este no es como el anterior. No hay conos. No hay formalidades. Aquí hay fusiles, hay cazadores.Danny también lo nota. Baja la velocidad casi instintivamente.—¿Qué hacemos? —pregunta en un susurro.—No frenes —digo, sin pensarlo.—¿Qué?—No frenes. Pisa el maldito acelerador.Me mira, horrorizada.—¿Estás loco?—¡Hazlo! —grito, y no soy yo quien grita, es el instinto, es la mujer acorralada que no piensa morir esta noche.Danny, bendita sea, no discute.Pisa el acelerador.El escarabajo ruge, más por desesperación que por potencia, y volamos hacia el control.
Narra Lorena.El mundo parece detenerse cuando cruzamos la vieja gasolinera abandonada al borde del último pueblo.Danny, con las manos firmes en el volante, su cabello desordenado por el viento, sonríe por primera vez en horas.—Lo logramos, ¿no? —susurra, como si tuviera miedo de romper el hechizo.—Eso parece —respondo, aunque algo en mi pecho me grita que no cante victoria tan rápido.La carretera se abre delante de nosotros, desierta, dormida bajo el cielo negro.No hay luces azules.No hay coches negros.No hay balas.Solo el ronroneo lastimero del escarabajo y nuestro alivio a medio cocer.Danny ríe, una risa rota pero genuina.—Cuando llegue a casa, voy a abrazar a mi mamá tan fuerte que le voy a romper las costillas.Yo sonrío también, aunque sé que mi destino no es tan simple.No tengo una casa.No tengo una madre que me espere.No tengo nada.Solo enemigos.Solo sangre pendiente.Pero, por un segundo, dejo que esa risa me caliente los huesos.Por un segundo, me permito imag
Narra Ruiz.La puerta chirría cuando entro. No porque esté rota. Porque quiero que suene. Quiero que sepa que llegué. Que me sienta antes de verme. Que el sonido le baje por la espina dorsal como una advertencia suave. Estoy de buen humor. El tipo de humor que tiene un dios cuando castiga con elegancia.Lorena levanta la cabeza. Está sentada en la silla, con los tobillos cruzados como si todavía estuviera en control. Hermosa, incluso en ruinas. Esa mujer no entiende que no se la puede doblegar, solo se la puede romper desde adentro. Como a una caja fuerte vieja: no sirve forzarla, hay que conocer su código.—¿Así que volviste a los escenarios? —le digo, con una sonrisa ladeada—. Aunque debo admitir que esa peluca te hacía ver como una extra de novela barata.Ella no dice nada al principio. Pero sé que va a hablar. Siempre lo hacen. El silencio no es resistencia, es estrategia. Y yo inventé ese juego.—¿Dónde está la piba? —me pregunta al fin. La voz firme. Como si no le doliera.Enton