54. Los dioses también sangran.
Narra Ruiz.
La ciudad me pertenece.
No lo digo por ego, ni por impulso. Lo digo porque es verdad. Porque cuando salgo a la calle, el aire cambia de ritmo. Las luces se apagan solas. Las puertas se abren sin que nadie las toque. Y los hombres se callan como perros amaestrados esperando una orden, o una bala.
Estoy en mi mejor momento.
Tengo a la policía comiendo de mi mano, a los jueces en mi nómina, a los empresarios chupándome las botas para que no les incendie los locales. Mis enemigos o están muertos, o me deben favores tan grandes que hasta se lamen las heridas con orgullo. Me tienen miedo. Me tienen respeto. Y eso, en este mundo, es lo único que importa.
Esta noche el club está lleno. No lleno como “abarrotado de gente”. Lleno como una jaula de oro atestada de bestias hambrientas: mafiosos, modelos, políticos, músicos que creen que tienen alma. Todos fingen reír. Todos bailan al ritmo de mi dinero. La orquesta toca jazz y el whisky vale más que un pulmón.
Y yo entro.
Con ella del