Narra Dulce.

No sé cuánto tiempo pasa.

El libro sigue ahí, abierto sobre la mesa como una herida mal cerrada, las páginas quietas pero con la sensación de que laten bajo la luz cálida de la lámpara. Mis ojos intentan aferrarse a las letras, pero fallan; las palabras parecen distorsionarse, como si estuvieran flotando en agua. No sé si tiemblan ellas… o soy yo.

Siento que mi respiración es más audible de lo que debería. Un leve murmullo que se mezcla con el silencio espeso de la biblioteca. Y entonces me doy cuenta: Tomás está muy cerca. No me está tocando, pero su presencia llena el espacio entre nosotros como si fuera una pared invisible.

El aire que se mueve cada vez que exhala roza mi mejilla. Su calor no es fuerte ni invasivo; es tenue, constante, como ese tipo de calor que uno no nota hasta que se da cuenta de que le ha estado envolviendo todo el tiempo. Él no dice nada. Solo me observa.

No es una mirada que huela a hambre o a deseo sucio. Tampoco es un gesto frío. Es algo más… m