380. El Dios en el suelo.
Narra Tomás Villa.
El mundo exterior tiembla en los píxeles.
Desde la tablet encendida sobre la mesa de acero, el perímetro se dibuja como una jaula perfecta: patrulleros con las luces apagadas, agentes ocultos detrás de los autos, órdenes que se repiten entre dientes, como una letanía mil veces recitada.
Y en el centro de todo, la pequeña escena que me obsesionaba desde hacía años: Lorena alejándose de la puerta con la nena. Gomes gritándole algo, pero frenándose en seco. Ella logrando lo imposible. Ella, esa sombra quebrada que parecía destinada a arrastrarse, esta vez fue mi escudo.
Cierro el video.
No lo necesito más.
Ya no hay nadie que venga a interrumpirme.
Afuera, el teatro se cierra sobre sí mismo como un truco bien ejecutado.
Pero acá, en el sótano, en el vientre húmedo del monstruo, el único espectáculo que importa se despliega a mis pies.
Y él…
Él sigue vivo.
Sangra, sí. Respira con dificultad. Tiene los ojos entornados y la mandíbula apretada como si cada bocanada de aire