256. El pabellón de las voces muertas,
Narra Gomes.
No duermo. Hace días que no logro pegar un ojo. Me acuesto, sí, y cierro los ojos también, pero en la oscuridad sólo flota una imagen, una escena que me arruina la calma cada vez que intento engañar al cuerpo: Lorena, describiendo con una precisión escalofriante cómo el pediatra fue degollado con un bisturí oxidado. No es solo lo que dice, es cómo lo dice. Como si lo hubiera presenciado. Como si lo hubiera hecho.
El bisturí oxidado. Ese detalle. Lo vi en el informe forense, lo tengo grabado. Pero jamás fue público. No salió en la prensa. No lo mencionamos en ninguna declaración. Nadie lo sabía. Excepto el asesino, la víctima... y ahora, Lorena.
Ya no me quedan dudas. El libro —si es que se le puede seguir llamando así— no es una novela. Es una confesión disfrazada. Un código. Un manifiesto perturbado que mezcla autoficción con venganza. Lo más aterrador no es lo verosímil que suena, sino la verdad que transpira entre líneas. Una herida abierta, que sangra memoria y culpa.