185.  El eco de su llanto.

Narra Lorena.

No me dejó verla, toda la noche, desde que llegamos. Desde que cruzamos esa puerta que no sé si es el infierno o una cárcel con alfombra cara.

No me dejó verla.

Escuché su llanto.

Una vez.

Agudo.

Corto.

Desesperante.

Y no pude hacer nada.

Me levanté. Corrí. Golpeé la puerta. Pegué patadas.

Grité.

“¡Quiero verla, carajo! ¡¡Es mi hija!!”

Nadie respondió.

Sólo esa mujer, la del rodete apretado, la cara como papel viejo, el tono de quien ya no tiene esperanzas.

Abrió apenas, miró que no hubiera nadie cerca, y me habló con esa voz que se usa para hablarle a las presas que todavía tienen alma.

—No te preocupés por la beba, está bien. Yo la cuido. Llora porque tiene hambre. Es muy chiquita todavía…

Y ahí fue cuando me tembló el cuerpo.

El alma.

El mundo.

Me agarré el pecho, literal, como si algo se rompiera adentro. Como si el llanto de mi hija fuera una daga que me agujerea las costillas.

—Necesita que le des leche —me dijo la mujer, y me puso en la mano un objeto de plástico
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