173. El parto de un imperio.
Narra Ruiz.
Hay una humedad extraña en el aire esta mañana. Una especie de perfume metálico, ácido, que se pega a los barrotes y a la piel de los que ya no tienen futuro. Yo, en cambio, respiro hondo. Estoy más vivo que nunca.
El plan avanza como una serpiente por los caños de esta cloaca de máxima seguridad. Nadie lo ve venir. Nadie lo sospecha.
Y eso me encanta.
Porque el que no sospecha, muere de sorpresa.
Verónica vino temprano hoy. Se perfuma como si fuera a declararme inocente, con esa mezcla de gardenias y pólvora que le sienta tan bien.
La dejo pasar sin levantarme de la silla. Me llega el olor antes que su voz.
Ella camina como si la cárcel fuera un desfile y yo su único jurado.
Y por cómo me mira, podría jurar que está más mojada que el piso de la ducha en el pabellón F.
—Tengo noticias —dice, y se sienta sin esperar invitación.
La dejo hablar, como siempre, porque a las personas inteligentes hay que darles cuerda, no cadena.
—La encontramos —dice, sin disimular la victoria.