174. La sal en la herida.

Narra Gomes.

Hay algo en la forma en que Lorena se ríe cuando le cuento mis desgracias de colegio que me hace querer volver a vivirlas. No para corregirlas, no. Para volver a contarlas, con ella del otro lado de la mesa. La veo ahí, con el pelo suelto, el plato a medio terminar, y una mano en la panza que crece más cada día. Y por dentro, se me hace una bola rara, mezcla de ternura, miedo y eso que hace años no me dejaba dormir: ganas de estar, de quedarme, de cuidar.

—¿Y entonces qué hiciste cuando te pintaron la moto con esmalte rosa? —me pregunta, con esa sonrisa medio torcida que tiene cuando se divierte de verdad.

—La vendí. A un pibe que decía que el rosa era de machos —le contesto, y ella se ríe tan fuerte que por un segundo me olvido de que afuera hay un mundo lleno de mierda que la quiere ver muerta.

Estamos en su casa, la que el Ministerio nos asignó después de los primeros intentos de rastreo. Dos policías afuera, uno más en la cocina, y yo... bueno, yo me quedo cada vez má
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