163. Los que saben de justicia no duermen bien.
Narra Lorena.
Han pasado dos meses.
Sesenta noches en la misma cama prestada, en una casa que no es mía, en una vida que no pedí. El aire acá es limpio, pero no me entra. La comida es caliente, pero no me llena. Tengo nombre, documentos, teléfono… pero no tengo voz.
Estoy viva. Bajo custodia.
Como un testigo protegido o una pieza frágil de museo.
Por orden de Gomes, siempre hay alguien conmigo. Una patrulla frente al porche. Alguien vigilando las cámaras. Una rutina de llamadas diarias y psicólogas del Estado que me preguntan si duermo, si tengo pesadillas, si todavía pienso en él.
Sí.
A veces.
Gomes viene a visitarme seguido. No sé si por control, por deber o por costumbre. Pero lo hace. Toma café en mi cocina, cruza las piernas como si no cargara culpas, y me mira con esa mezcla de respeto, desconfianza y algo que nunca dice, pero se cuela entre las palabras.
No sé si es afecto. No sé si es lástima. Pero sé que es humano.
Yo también lo miro.
Y le guardo silencio.
Sabe que me cuesta