148. Asfalto, boleros y desconfianza.
Narra Lorena.
No sé cuánto tiempo llevo subida en esta camioneta. El asiento es duro, vibra como un tren oxidado y huele a empanadas de gasolinera. Pero a estas alturas, cualquier vehículo que no me lleve al infierno de nuevo, es un maldito lujo.
—¿Quiere una pastilla de menta? —pregunta Torrez desde el asiento del conductor, con ese tono suyo tan de “tío que hace chistes malos en Navidad”. Me lanza una sin mirar, y tengo que atraparla al vuelo con una mano esposada.
—Gracias. Pensé que hoy solo iba a masticar ansiedad.
—Ah, esa no la tengo. Pero tengo unas de eucalipto que quitan hasta las penas de amor.
Sonrío, apenas. Me cae bien. Es raro. Desde que salí del cabaret, no confío en nadie que respire demasiado cerca. Pero este tipo... tiene algo.
No es joven. Tiene esa edad ambigua entre los cuarenta vividos con exceso y los cincuenta bien llevados. Las patillas se le escapan un poco por debajo del casco, y cuando sonríe, parece un dibujo animado mal dibujado. Pero su presencia me res