Narra Lorena.Su boca baja por mi pecho con un hambre que no intenta disimular.No hay ternura. No hay disculpas. Hay poder, y deseo, y una furia mal disimulada que se mezcla con su respiración caliente sobre mi piel.—Esto que estás haciendo —le susurro, ahogada entre sus labios y sus manos—, no te convierte en el que ganó.—No, muñeca —responde, deslizando los dedos por mi vientre, lento, como si midiera el terreno—. Me convierte en el que volvió a tomar lo que le pertenece.Su mano derecha aprieta mi cadera, mientras la izquierda me sostiene el rostro, obligándome a mirarlo. Sus pupilas son un campo de batalla. Oscuras. Hirientes. Ardientes.—Yo no soy tuya, Ruiz —repito, pero mi voz suena como una mentira dicha al borde del gemido.—No —dice él—. Pero vas a volver a serlo. Aunque sea por esta noche. Aunque sea por las razones equivocadas.Me levanta en brazos con una facilidad que no debería tener alguien que carga tanto pecado en los hombros. Me lleva a la cama. Me deja c
Narra Ruiz.Me mira como si quisiera matarme.Y besarme otra vez.Y la entiendo. Yo haría lo mismo si estuviera en su lugar.Tiene los ojos cargados de furia, de miedo… y algo peor.Deseo.El deseo es una trampa jodida. Porque cuando sabés que no deberías sentirlo, arde más.Se tapa el cuerpo con las sábanas como si no lo hubiera entregado todo hace cinco minutos. Como si no me hubiera suplicado con los muslos que no me detuviera.Pero la conozco. Lorena es especialista en huir incluso cuando está atada a vos por dentro.Me incorporo. Enciendo un cigarro. Exhalo lento. No por efecto. Porque me gusta ver cómo el humo le cruza la cara mientras parpadea tratando de esconder lo que siente.—Estás hermosa —le digo, sin apuro—. Más de lo que recordaba.Ella no responde. Se aferra al silencio como un rehén. Piensa que eso le devuelve el poder.Pobrecita.Me acerco.Despacio.Como si no la conociera. Como si tuviera que conquistarla de nuevo, paso a paso.Pero no.Solo quiero que sepa que no
Narra Ruiz.Se quedó dormida con la espalda arqueada y los labios hinchados de morderse.Apenas respira, pero yo la escucho. La escucho con cada fibra que me queda. Como si el latido lento de su corazón se metiera bajo mi piel para quedarse a vivir.Me levanto de la cama.Enciendo un cigarro.Y miro el cuerpo de Lorena, todavía tibio entre las sábanas que huelen a sexo, a rabia y a ese perfume caro que siempre usa cuando quiere fingir que tiene el control.Pobre tonta.Pensó que me podía matar.Pensó que lo de encerrarme iba a quedar impune.Que podía robarme, traicionarme, jugar a ser reina.La reina no tiene corona si el rey le arranca la cabeza.Suelto el humo despacio.Pienso en Clarita, en el tarado que mandé a buscarla… y que terminó con la garganta abierta en el callejón como si alguien me estuviera dejando un mensaje.Un “no me subestimes”.Una advertencia.No me importa.Que Clarita se pierda en el infierno.Ella no era más que un medio.Una herramienta.Lorena no.Lorena me
Narra Ruiz El hotel al que Clarita ha venido a morir no lo sabe todavía. Ni el recepcionista dormido tras el mostrador de fórmica, ni la alfombra manchada de cigarro y humedad, ni el ascensor detenido en el piso tres que no lleva a ninguna parte. Ninguno entiende que esta noche, uno de sus cuartos será un ataúd con sábanas de raso rojo.Subo por las escaleras, despacio. La madera cruje bajo mis pasos como si supiera. Siempre lo supe: Clarita no era de las que entienden límites. Su devoción nunca fue amor. Fue una especie de hambre enmascarada. Un deseo de ser vista, de ocupar un lugar que no le correspondía. Y cuando la aparté, cuando la puse en el rincón en el que mejor servía… se volvió peligrosa.Toco la puerta 205 con los nudillos, como si esto fuera una visita cualquiera. Una reunión de negocios. No hay necesidad de forzarla. Me espera. Como siempre.Ella abre.Y aunque debería provocarme rabia verla así, envuelta en ese vestido carmesí que apenas le cubre el cuerpo, con el ma
Narra Lorena.No me importa que griten, ni que me empujen, ni que una de las devotas vestidas de blanco —que parecen salidas de un monasterio demente o de una secta de vírgenes recicladas— me encierre los brazos con una fuerza que no se corresponde con su figura enjuta. No me importa nada. Porque necesito verla. A Danny.—¡Solo quiero verla, carajo! —grito, mientras pataleo, me retuerzo, muerdo si hace falta.No me importa cómo me vea, ni si la bata de seda que me pusieron queda torcida o si el perfume en mi cuello se mezcla con el sudor del desespero. Me importa una sola cosa: Danny.Pero no. Las hijas del convento no ceden. No parpadean. No sienten.Una me clava los ojos como si estuviera viendo a una posesa. Y puede que lo sea. Estoy poseída por la imagen de mi hija encerrada, manipulada, hablándole a un hombre que la usó como carnada para llegar a mí.—No tenés permiso para salir de esta ala —dice una, sin emoción.—Quiero ver a Danny. No es un pedido. Es una advertencia —suel
Narra Lorena. La mansión huele a flores muertas. No lo digo porque estén marchitas, sino porque no importa cuán perfectas se vean: están cortadas, privadas de su raíz, obligadas a decorar la opulencia de un lugar donde todo respira poder, pero nada está realmente vivo.Camino sin hacer ruido, aunque mis tacones lo contradigan. Los pasillos son largos, alfombrados, con vitrales en lo alto que filtran la luz como si Dios mismo estuviera preso entre esas paredes. Todo parece diseñado para que uno olvide dónde está. O para que se le borren las ganas de escapar.Estoy sola. O eso quiero creer. Las monjas de salón ya no me siguen, al menos no de forma evidente. Pero sé que hay cámaras. Sé que Ruiz ve todo. Que puede ver cómo mis dedos acarician los marcos dorados, cómo me detengo frente a los cuadros, cómo miro las esculturas que decoran las esquinas con una mezcla de admiración y repulsión. Todo en esta casa tiene precio. Incluso yo.Al cruzar uno de los corredores principales, veo u
Narra Lorena.El permiso se siente como una mentira disfrazada de privilegio.Ruiz me ha dicho que puedo moverme por donde quiera dentro de la mansión. Que soy libre. Que solo me comporte bien y pronto veré a Danny. "Unos minutos", dijo. Como si se tratara de una concesión. Como si fuera un don inmerecido que sólo podría recibir si juego a ser sumisa. Si juego a ser suya.Pero lo que más me irrita no es su control. Es lo fácil que me he acostumbrado a sus reglas. A su manera de mirar. A su forma de hablarme como si me conociera desde antes de que yo supiera pronunciar mi propio nombre.Y aun así, acepto la farsa. Porque la necesidad arde más que el orgullo. Porque Danny está aquí, en algún rincón de esta mansión descomunal que parece crecer cada vez que la recorro.—¿Por dónde desea empezar, señora? —me pregunta una de ellas. Es la más alta. Morena. De rostro delgado y ojos hundidos como pozos.La otra no habla. Tiene el cabello rubio platinado, un vestido ajustado que le cubre apen
Narra Lorena.El comedor parece sacado de un museo. Un techo alto con lámparas de araña, tan grandes que podrían aplastar a un caballo si cayeran. Cortinas pesadas, rojas como el interior de una herida. La mesa, larguísima, está dispuesta como si fueran a venir embajadores. Pero no hay nadie más que él. Y yo.Y eso es peor.Ruiz se sienta al extremo, erguido, su copa de vino como una extensión de su mano. Yo estoy al otro. Un ejército de cubiertos me rodea, como si me prepararan para una disección. Las mujeres que me acompañaban se han esfumado. Solo quedamos nosotros, y una sinfonía suave que suena desde algún rincón invisible. Un cuarteto de cuerdas. Mendelssohn, creo. O quizás algo peor: algo compuesto para enloquecer lentamente.Un camarero aparece, silencioso, vestido de negro. Sirve sopa en mi plato con movimientos tan exactos que parece una coreografía. No puedo evitar notar que su cuello tiene un tatuaje cubierto a medias por el cuello alto. No miro más. Estoy rodeada de c