Maldita seas, Catalina.
—Señor Moreau, ¿tiene algo que decir en su defensa? —preguntó el juez con voz neutra, aunque el tono escondía una ligera ironía, como si ni él mismo esperara una respuesta convincente.
Nada podía librarlo de la sentencia.
Luciano abrió la boca, pero el aire se le atascó en la garganta. Sintió cómo el corazón le golpeaba el pecho con una fuerza desmedida e intentó mantener el control, alzando la barbilla y respirando hondo, aunque el temblor en su mandíbula lo traicionó.
Las miradas clavadas en él lo asfixiaban: la prensa expectante, los testigos, los murmullos, y sobre todo los ojos de Catalina, fijos en su rostro con una mezcla de calma y repudio.
—Esto es… —logró decir, pero su voz se quebró—. Esto es una trampa. Todo está manipulado para manchar mi nombre —murmuró, más para sí que para el tribunal.
Su abogado lo observó de reojo, resignado.
Sabía que cada palabra que salía de su boca no ha