Hoy vuelvo a ser Catalina Delcourt.
En la mansión Delcourt, el ambiente era como una olla a presión a punto de estallar.
Luciano estaba en el centro de ese huracán, desmoronándose bajo la máscara de perfección que siempre había mostrado al mundo. Bebía whisky a las nueve de la mañana con la desesperación de un hombre que intenta sofocar un incendio con gasolina.
El cristal de la copa tintineaba cada vez que la dejaba sobre la mesa, solo para volver a alzarla segundos después, buscando ahogar en alcohol la furia que lo devoraba por dentro, aunque el ardor en su garganta no lograba apagar el fuego de su rabia.
Adeline estaba sentada en un sofá, con las manos entrelazadas y la expresión tensa, mientras Margot, erguida y fría como siempre, intentaba mantener la compostura.
Ellas eran el único hilo de cordura en esa habitación, pero ni juntas podían detener el torrente descontrolado de Luciano, que parecía una fiera herida.
—¡Ella no puede ganar! —rugió de pronto, golpeando la mes