El lobo juzga por su condición.
Luciano fue el primero en entrar a la sala, con el mentón alto, el traje impecable y una sonrisa ligera que no alcanzaba a sus ojos.
Era la sonrisa de quien se sabe poderoso, de quien cree tener a todos en deuda y bajo control.
Esa seguridad era su máscara favorita, una que llevaba años sin quitarse, porque si lo hacía, quizá se derrumbaría todo lo que fingía ser.
Ignoraba que todos lo observaban, tras las recientes noticias que circulaban afuera y de las que él aún no se enteraba.
Detrás de él caminaba su abogado, Armand Lefevre, cargando una carpeta gruesa y llena de papeles que, en el fondo, no servían de mucho.
Ambos se acomodaron en la mesa de la defensa, intercambiando un gesto breve y automático, como si repitieran una coreografía practicada demasiadas veces.
Luciano ajustó el nudo de su corbata, más por nervios que por estilo, aunque intentó esconder el temblor de sus dedos bajo su acostumbrada arrogancia.