Julian arrancó el motor de la lancha. El rugido rompió el silencio de las estrechas aguas napolitanas. El Retablo, envuelto en terciopelo negro y embarrado, yacía a nuestros pies, el trofeo de nuestra traición mutua.
—¡Agárrate! —ordenó Julian, girando el timón con furia.
Agustina se aferró al asiento, su rostro pálido pero firme. Su ropa de seda estaba rasgada, la suciedad de la Capilla manchaba su piel. Se veía más peligrosa que nunca.
La lancha aceleró, rompiendo olas. La Capilla quedó atrás, pero el peligro no había terminado. Sabíamos que los Conti no nos dejarían ir tan fácilmente.
—Luca Rossi y Narciso no van a dejar esto pasar —dije Julian, con la boca amarga por la traición de su hermano.
—Y la Nonna no va a dejar que los humillemos robando el Retablo. Es una ofensa a su honor —replicó Agustina, limpiándose una mancha de sangre (no suya) de la mejilla.
Cruzamos un canal abierto. Entonces lo vi. Una lancha rápida, oscura y poderosa, saliendo de un puerto pesquero cercano.
—Ahí