El sol de la tarde bañaba el parque en tonos dorados, con niños corriendo y risas llenando el aire. Valeska estaba sentada en un banco, con Adrián jugando en un arenero a pocos metros. Goran estaba cerca, apoyado en un árbol, con los ojos alerta pese a la calma aparente.
La caída de Iskra y el enfrentamiento de Lisandro con Dante Salazar en el puerto habían dejado una paz frágil, pero Valeska no podía relajarse. Lisandro, restaba nuevamente en el hospital recuperándose de sus heridas, seguía actuando extraño: demasiado astuto, demasiado seguro para un hombre «amnésico». Lo había notado otra vez esa mañana, cuando insistió en que fueran al parque «para que Adrián tuviera un día normal».
Pero su amor por él era más grande que cualquier duda, y decidió confiar, como siempre.
—Ma… Ma... —balbuceó Adrián, llamando la atención de su madre.
—¡Eso es! ¡esa soy yo! —Exclamó Valeska feliz, por oír a su pequeño hijo. Pero su sonrisa se desvaneció cuando vio a Goran tensarse, mirando hacia un coc