La luz tenue del hospital dibujaba sombras largas en la habitación donde Valeska estaba sentada, con Adrián acurrucado en su regazo. El pequeño dormía, agotado tras el terror del intento de secuestro en el parque esa tarde.
Valeska no podía apartar los ojos de él, con el corazón aún acelerado por la imagen de esos hombres acercándose, el cuchillo brillando bajo el sol. Goran estaba junto a la puerta, con un vendaje en la frente y los puños apretados, como si esperara que alguien irrumpiera en cualquier momento.
Lisandro, recostado en la cama con el brazo vendado, miraba por la ventana con una calma que no encajaba. Valeska lo notó otra vez: esa chispa en sus ojos, como si supiera exactamente lo que pasaba. Pero después de todo lo que habían enfrentado, decidió confiar en él. Era su amor, su familia, y eso era más fuerte que cualquier duda.
—¿Cómo estás, hija? —preguntó Goran, rompiendo el silencio. Su voz era grave, cargada de preocupación.
Valeska levantó la mirada, con lágrimas cont