Valeska no se movió. Siguió con la frente apoyada en la mano de Lisandro, como si necesitara sentir el calor que apenas persistía bajo su piel. Era un calor débil, casi imperceptible, pero lo suficiente para que su corazón se aferrara a esa mínima señal como a un hilo de vida.
Sin embargo, el temblor de su mandíbula, los ojos enrojecidos y la voz que se quebraba a cada palabra no se debía solo al miedo de perderlo… sino también a la rabia. A esa furia desesperada que solo brota cuando amas tanto que el dolor se vuelve insoportable.
—No puedo creer que fueras tan idiota… —susurró de nuevo, y esta vez no fue dulzura lo que tiñó sus palabras, sino enojo, cansancio, angustia mezclada con un rencor que apenas si podía sostener—. ¿En qué demonios estabas pensando? ¿Alejarme así, sin decirme nada, como si eso me fuera a proteger?
Se enderezó con lentitud, lo suficiente para mirarlo de frente. Tenía el rostro empapado en lágrimas, pero la determinación en su mirada era brutal.
—¿Tú crees que