La voz que anunció el código azul había desaparecido hacía minutos, pero para Valeska el sonido seguía rebotando dentro de su cráneo como una campana maldita, retumbando una y otra vez, golpeando el interior de su pecho con una violencia que no sabía cómo manejar.
Sintió que los pulmones se le llenaban de fuego y luego de hielo, como si su cuerpo estuviera intentando colapsar desde adentro, pero por fuera… no se le movió ni un solo músculo. No pestañeó. No apretó los dientes. No soltó a su hijo. Y no lloró.
Giró hacia Oliver con una lentitud que no le era habitual, como si cada parte de su cuerpo pesara el doble de lo que debía, como si sus huesos se hubieran vuelto de plomo. Lo vio, allí de pie, al borde de una crisis, con las manos en la cabeza, caminando de un lado a otro, mascullando palabras que no llegaban a ninguna parte. Y fue ahí cuando lo supo: si ella también se derrumbaba, se acababa todo.
—Oliver —dijo su nombre con un tono suave, casi maternal, como si intentara consolar