Oliver respiraba, pero cada bocanada de aire se sentía como una puñalada. Estaba ahí, sentado junto a Valeska, con el rostro entre las manos, temblando no de miedo, sino de culpa.
Una culpa tan inmensa que le nublaba los sentidos, que le pesaba en la espalda como si alguien lo hubiese encadenado a su propio error. No podía dejar de pensar en eso. No podía apartar de su mente la certeza de que, si se hubiera quedado callado, si no hubiera abierto la boca esa mañana, nada de esto habría pasado.
—Es mi culpa —murmuró de pronto, apenas audible—. Si no le hubiese dicho nada... él estaría bien. O al menos, seguiría ahí. Vivo. Aunque fuera ese robot sin corazón que fingía estar bien.
Valeska lo miró, desconcertada.
—¿Qué estás diciendo? ¿Qué fue lo que le dijiste?
Oliver cerró los ojos. Las palabras se le atragantaban. Pero ya no podía guardárselas. No ahora. Así que respiró hondo, y entonces el pasado se abrió paso como una avalancha, arrastrándolo con todo.
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—Valeska… está planeando i