Lisandro la miró fijamente. No fue una mirada pasajera, ni una de esas que uno lanza sin pensar cuando está absorto en cualquier otra cosa. No. Esa mirada fue profunda, intensa, cargada de todo lo que no se decía, de todo lo que dolía. Parecía que sus ojos no querían simplemente verla, sino memorizarla
Como si supiera, o temiera, que ese instante era el último en el que podría hacerlo con el alma aún entera.
La escaneó sin querer, desde el rostro hasta las manos, hasta el pequeño coche donde Adrián dormía plácidamente, ajeno a la tormenta que se desataba sobre la cabeza de sus padres.
Era un niño inocente, una criatura que respiraba con la calma de los que aún no conocen las traiciones ni las decisiones imposibles. Y Lisandro deseó, con todo el peso de su corazón, poder proteger esa paz. Aunque eso le costara perder la suya.
Pero no habló. Y ese silencio fue lo que quebró algo dentro de Valeska. No era la primera vez que se enfrentaban al abismo de las verdades no dichas. Llevaban de