Apenas el auto se detuvo frente a la casa, Valeska abrió la puerta con ese movimiento que ya no era apresurado, pero sí preciso, como quien se da permiso de tomarse su tiempo sin perder el enfoque.
Bajó con cuidado, no por ella, sino porque sabía que alguien la esperaba con ansias, alguien que, sin entender del todo el mundo que lo rodeaba, se había convertido en el centro absoluto del suyo.
Su pequeño Adrián.
Ahí estaba, en brazos de su abuelo, con los cachetes inflados por el sueño y los ojitos entrecerrados, en ese estado de semiconsciencia tan característico de los bebés, como si el mundo fuera demasiado ruidoso y brillante para sus pensamientos aún en formación. Pero cuando la vio, aún desde la distancia, su pequeño cuerpo se estremeció con una patadita de emoción, como si su alma la reconociera antes que sus sentidos.
Goran sonrió al verla acercarse, y con la misma delicadeza que solo un padre experimentado puede tener, le entregó a Adrián como si fuera un tesoro frágil.
—Aquí e