**ÚRSULA**
Mi primera reacción fue detenerme, como si el tiempo mismo se congelara. Hubo un instante, apenas un suspiro entre el bullicio universitario, en que sentí que el corazón me daba un vuelco. Allí, firme y con el rostro de piedra, estaba mi padre. Diego Meyer. El hombre al que una vez quise parecerme. El que forjó su nombre como acero, y al que jamás creí enfrentar sin titubear.
Pero no. No me iba a acobardar. No en esta ocasión. Respiré hondo, cuadré los hombros y caminé hacia él con paso firme. Por dentro, sí, las piernas me temblaban apenas, como si recordaran todas las veces que su voz se volvió un muro infranqueable. Pero mi rostro no mostró ni una grieta.
—Papá —dije al llegar a su lado, con la voz más serena que logré reunir.
Él me observó durante un silencio que pareció arrastrar siglos. Ni un abrazo, ni un gesto que insinuara ternura. Solo sus ojos grises, fríos, examinándome como si no supiera quién era la mujer frente a él.
—Así que apareces y simplemente me dices ‘