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¿Abogado o psiquiatra? I

Sebastián se apartó bruscamente de Sarah, como si lo quemara su contacto.

—No voy a caer en tu trampa, como lo hizo mi papá —dijo Sebastián furioso—, no soy como él.

—Sebastián…

—Eres muy hábil, pero a mí no me convences ni un poco —se separó de ella, la que al sentirse libre del abrazo, se sintió desolada— Nos vemos el lunes —cortó él. 

—Sí, está bien —contestó ella abriendo la puerta.

—Que quede claro, una sola prueba en tu contra y te pudro en la cárcel.

—Yo no hice nada —contestó volviéndose a mirarlo a los ojos.

—Eso ya lo veremos —en sus ojos sólo había rencor.

Sarah dio la vuelta y caminó hacia afuera. Ahora debía irse sola. Recordó que su auto lo dejó en el estacionamiento del cementerio. Estaba tan turbada que no se percató de ello. Llamaría un taxi. Sacó su celular de la cartera con dificultad.

—Te voy a dejar —David salió de la casa con paso decidido, sin mirar a su hermano y se subió a su auto.

—Ten cuidado, no pretendas ahora “venderte” a mi hermano.

—No soy de esas —respondió dolida la joven.

—Claro —contestó con sorna.

Sarah caminó hasta el auto y se subió a él sin mirar a Sebastián que la observaba detenidamente desde la puerta. Esa  mujer lo volvía loco en todos los sentidos posibles. 

—¿A tu casa? —Preguntó David, lacónico.

—No, tengo mi auto en el cementerio —contestó ella—, te agradecería que me llevaras allí.

David no contestó, sólo condujo suavemente, sin hablar, Sarah pensaba en Sebastián y su odio hacia ella, sin motivo. Ella debería estar enojada con él por abandonarla en el momento más difícil de su vida, pero no podía enojarse con él, su amor era demasiado grande para odiarlo o no comprenderlo.

David detuvo el auto y miró a Sarah con cariño, esperando pacientemente a que saliera de sus pensamientos que, seguramente, giraban en torno a Sebastián, como siempre. Ella no tenía ojos para nadie más.

—Gracias —dijo ella saliendo del trance viendo que estaban fuera del Cementerio.

—De nada —contestó mirándola de frente.

—¿Tú también piensas que fui yo?

—¿Tú? —Él miró hacia delante— Serías incapaz.

—Yo lo quería mucho, jamás lo hubiera lastimado.

—Lo sé.

—¿Estás molesto?

—No quiero hablar. Cuídate, mi hermano sí está molesto.

—Gracias por traerme.

—De nada.

David echó a andar el auto, cuando ella se subió al suyo. Sentada en su auto y apoyada en el volante, lloró mucho rato. No podía creer que el hombre del que ha estado enamorada casi toda su vida, sea quien más dudas tenga de su inocencia y eso le dolía más que todo lo demás. Era horrible la sensación de saberse acusada de esa manera. Además, si él finalmente decidía acusarla formalmente tenía todas las de perder, él era abogado y ella una simple secretaria. No tendría dinero ni siquiera para pagar un abogado. Su caso estaría perdido desde su inicio. No podría hacer nada. Como la amenazó Sebastián, se pudriría en la cárcel.

Llegó a su casa y se acostó, tenía cuatro días para descansar antes de volver a la oficina y ver a Sebastián de nuevo. Y aunque pensó que los días pasarían lentamente, casi no se percató cuando llegó el lunes.

No quería levantarse, no quería ir a la oficina, no quería ver a Sebastián. Cada mañana de estos siete años, la emocionaba saber que lo vería. Ahora que debía trabajar con él y sabiendo lo que él pensaba de ella, no quería verlo ni acercarse. Si él quería besarla, lo haría, ella no opondría resistencia. Con él no  tenía fuerza de voluntad. Y si quería acusarla y maltratarla, no podría hacer nada.

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