Sin ganas llegó a la oficina a las nueve en punto. Miró hacia el alto edificio, ahora le parecía un muro de hielo gigante. Entró y el guardia la saludó con cordialidad, como siempre, timbró el reloj control y subió al ascensor. No quería presionar el 21, no quería ver a su nuevo jefe. Armándose de valor, marcó el piso de la oficina. Entró a la que hasta hace poco era el despacho de Miguel Vicuña, pero no estaba él, sino Sebastián, en el gran escritorio de su padre, revisando documentos. La miró brevemente y luego siguió con su trabajo. La oficina del difunto era grande, con muebles antiguos, parecía un lugar perdido en el tiempo.
—¿Qué quiere que haga? —preguntó ella sin tutearlo, ahora que era su jefe, seguramente, él querría mantener las distancias… más aún.
—Siéntate, te quiero aquí, donde mis ojos te vean.
Ella obedeció y se sentó frente a él. Estaba revisando los documentos del primeo de los cajones. Lo hacía con total cuidado y pulcritud. Cuando iba a abrir el segundo, ella se puso nerviosa, sabía perfectamente lo que había allí. Sebastián la miró interrogante. Se dio cuenta del cambio en su semblante. Y más extraño le pareció al ver que estaba con llave.
—¿Qué ocultaba aquí mi padre?
—Nada. Él no tenía nada que ocultar.
—¿Entonces? Estás pálida. ¿Tienen sus cartas de amor?
Ella negó con la cabeza sin contestar. Sebastián sacó de su bolsillo un manojo de llaves y probó algunas hasta que dio con la correcta. Abrió el cajón sin dejar de mirar a Sarah, ella mantenía su mirada fija en el cajón por abrirse. El hombre sacó los papeles y los colocó sobre el escritorio, pendiente de cada gesto y movimiento de la chica. Los miró y se sorprendió al principio, luego cayó en cuenta.
—Recuerdos de mi padre —ironizó.
Tomó una tarjeta que él le regaló cuando tenía diez años, una de su hermano y una de… Sarah, deseándole un feliz día del padre, de hacía un año atrás. Revolvió los papeles y sacó otra tarjeta, también de ella, de navidad. La mayoría de las tarjetas que allí había eran de ella. Sólo de ella.
—Guardó sólo tus tarjetas. De nosotros apenas hay una —la recriminó.
—No es así, las de ustedes las guarda su mamá. Las mías no las iba a guardar ella —dijo con tristeza tomando una.
—Dámela —le exigió con voz demandante estirando su mano para cogerla.
Ella se la devolvió apenada. Él la miró a los ojos.
—¿Les dieron el resultado del forense? —preguntó ella interesada.
—Fue asesinato, mi papá no se suicidó. Pero eso tú ya lo sabías.
Las lágrimas corrieron por sus mejillas sin control.
—No, por un lado creía que él no sería capaz de algo así y por otro… no esperaba que lo hubiesen matado.
—Fue así. Ahora falta saber quién es la asesina.
—O asesino —corrigió ella.
—Sabes que si confiesas la pena es menor ¿verdad?
—No tengo nada que confesar.
—Eso ya lo veremos.
Sebastián se levantó de su asiento y se puso detrás de Sarah y la tomó de los hombros con firmeza.
—Si quieres hablar, este es el momento, Sarah, después será demasiado tarde para ti —le dijo en el oído.
—No tengo nada que confesar, yo no lo maté ni fui su amante.
Él la tomó bruscamente y la puso en pie frente a él. La besó con furia, rencor y resentimiento, aun así, Sarah correspondió con amor, deseo y miedo.
—Eres una… —él se separó de ella y se paró junto al ventanal mirando hacia afuera.
—Sebastián —rogó la joven acercándose a él—, no sé por qué me odias, pero las cosas no son como tú crees.
—Vete de aquí.
—¿Qué?
—Vete, ya no trabajas en esta empresa.
—Pero…
—Ve a Contabilidad, se te pagará tu sueldo como corresponde.
—No puede ser…
—Lo es y no quiero que te vuelvas a aparecer por aquí.
—Sebastián, por favor…
—Escúchame —la tomó de los hombros y la remeció—. Tú sabías que mi papá te dejó la cuarta parte de todo ¿verdad?
—¡¿Qué?!
—Te dejó todo lo que podía dejarte. Por eso te convenía muerto.
—¡No! Ni siquiera sabía eso.
—¡Mentirosa!
—Sebastián, por favor, tu papá jamás me dijo…
—¡Mientes! —Sebastián levantó su mano en un indudable gesto de querer golpearla— Sal de aquí antes que cometa una locura.
—No serías capaz —contestó ella con miedo, pero sin moverse.
—¡Vete! Antes que cometa una estupidez, ¡fuera!
Sarah no se movió, levantó la cara en claro desafío. La bofetada que le propinó Sebastián dio vuelta la cara de la joven y su nariz sangró copiosamente. Sarah sacó de su cartera unos pañuelos desechables. Se secó la sangre y miró a Sebastián profundamente triste y decepcionada.
—Sarah lo siento, yo no…
Iba a tomarla del brazo, pero ella lo esquivó. Salió corriendo de la oficina y se subió al ascensor. Al llegar abajo corrió sin rumbo, desesperada, ahora estaba segura de que Sebastián sería capaz de todo, incluso de meterla a la cárcel como la amenazó.