CAPÍTULO 29
JULIÁN
El simple hecho de estacionar frente a la casa de los abuelos de Monserrat hizo que las manos me sudaran. Había estado pensando en este momento durante semanas, pero ahora que estaba allí, con el motor apagado y el silencio rodeándome, sentía que me temblaban las piernas.
Respiré hondo, repasando mentalmente lo que iba a decir. No era un discurso preparado, pero al menos quería sonar sincero, que me creyeran. Monserrat merecía que lo intentara.
Toqué el timbre y al poco rato me abrió su abuela. Me recibió con esa mirada que nunca supe si era de desconfianza o de simple prudencia.
—Buenas tardes, señora —dije, intentando mantener la voz firme—. ¿Se encuentra el abuelo?
Ella asintió y me invitó a pasar. Nos sentamos en la sala, los dos frente a mí, como si fueran un tribunal. Sentí que me evaluaban hasta por cómo me acomodaba en el sillón.
—Díganos, Julián —dijo él, con calma pero también con esa autoridad que imponía respeto—, ¿a qué debemos tu visita?
Tragué saliva.