JACKSON
—Frena, Milton —digo en un gruñido severo—. Estaciona y, no me la demores. Que se suba rápido. Tengo prisas.
Bloqueo la llamada en curso para que, Adam, uno de mis asesores de finanzas no preste oído a lo que pasa en el interior de mi camioneta.
—Señor Lennox.
—Que, Milton.
No sé qué le pasa. Milton suele ser discreto y reservado; nunca pregunta en demasía ni necesita de una conversa extendida para captar lo que quiero y lo que no quiero. No es de los empleados que hablan hasta por demás, tampoco se entromete donde no le invitan y menos que menos; vacila.
Mi chofer articula lo estrictamente requerido y en general, sabe cuándo ponerse incisivo y cuando no; por lo que, su actitud vacilante hoy se apodera de toda mi atención. Lleva diez años manejando a mi servicio y no le pesa cruzar los Estados Unidos de punta a punta si se lo pido, y se lo remunero.
—Señor, es que usted tiene su presentación en…
Bufo, y le aviso a Adam para que pare de hablar; que me urge un momento con mi empleado.
—No te pago para que me asesores ni para que revises mi agenda —aclaro con los penosos malos modos que tanto me caracterizan—. Limítate a conducir y parar en donde te digo; nada más.
—Como diga, señor. Discúlpeme.
No se atreve a lanzar otra palabra. La cabina que me conecta con él se bloquea y una mampara insonorizada y polarizada separa al conductor de mis vicios. Los vicios de cualquier acaudalado tipo soltero y desbordante de billetes: las putas.
La Range Rover merma en su velocidad, se va deteniendo y frena en la ubicación que le di antes de salir del hotel. Milton es de las pocas personas de confianza que me rodean y aun así jamás le doy parte y arte de lo que hago. Cumple y siendo ciego, sordo y mudo habilita las portezuelas para que el vehículo de alta gama sea abordado por mi compañera de turno. La del cuarto de hora; la bonita pero cara; una de las zorras más caras de la corrupta y fría Chicago.
Sigo con el celular en la mano, cara de pocos amigos y las ganas de un polvo rápido inundándome cuando la puerta se abre suavemente y un perfil delicado se asoma. Una expresión que tiene la dosis justa de delicadeza y algarabía. Algo bonito de contemplar… Pero aún más bonito al momento de sentir.
No es que uno paga dinerales por una puta simplemente para ver lo hermosa que es. Uno paga una fortuna para ver a la zorra del turno, empalmarse con su belleza y que así de rápido como la endurece, la mame.
—¡Jacky! —la perfecta y blanca sonrisa me dedica Miranda me hace palpitar la verga—. Dios mío, llevo esperando más de quince minutos.
Ladeo apenas la cabeza, sin poner atención real a la sarta de estupideces que dice. No quiero a la mujerzuela del momento hablando del clima y tampoco quejándose de mi impuntualidad. Miranda podrá ser selecta entre las golfas VIP de Illinois, pero yo soy cliente y uno muy bueno; sino el mejor…
Y con franqueza, me vale la penosa manera que tiene de romper el hielo. No es la primera vez que le pago por follar; sabe que no las tolero parlanchinas, ni soltando trivialidades que no alimentan mi interés de ningún tipo.
—¿Llegaste hace poco? —tienta a mi paciencia y es consciente. La preguntadera me pone de malas—. ¿Me extrañaste, Jacky? —con elegancia levanta una pierna, luego otra y entonces sube; acercándoseme con la sensualidad de un felino.
—Extrañar es un término demasiado profundo considerando lo que eres y considerando que te pago —Adam sigue hablando al otro lado, pero no me escucha. Repite lo mismo una y otra vez, alternando oraciones con mi nombre y alguna maldición pues culpa a la fuerte nevada que cae de la interrupción en la comunicación cuando yo soy quien evita seguir el diálogo si para mi deleite primero está Miranda.
Miranda, y el Opium Black que usa y que llena mi nariz.
Miranda y un vestido apretado, corto y plateado que se apodera de mi atención; principalmente, porque es un tono que va a la perfección con su piel nívea y el abrigo peludo de siberiano que trae puesto. Un diseño que me pone a tragar grueso, pues al darse la vuelta para cerrar la portezuela muestra las turgentes y blancas nalgas que tiene la hija de puta. Nalgas enfundadas en un hilito dental negro que me tienta de jalar y enterrárselo en los pliegues. Me tienta de cogerle el coño con las bragas mientras reanudo mi conversación telefónica. En estos momentos de necesidad y desahogo me pican las ganas por irritar su piel más íntima y sensible a pura fricción. Sería grandioso que se corra con dolor; llorando y gimiendo. Quejándose de molestia, pero retorciéndose de gusto. Para eso le pago… Y ella lo sabe.
—¿Qué tal estás florcita? —la pregunta es tan básica y desinteresada como diminuta es su capacidad de razonamiento. No se trata de subestimar ni mancillar, sino de ser realista; Miranda coge y recibe dinero por ello, pero nada más que eso. No sirve para mucho más que chuparme la polla.
—Siempre me pregunto… Si soy la flor más bella de tu jardín —quiere escucharse triunfal y superada. Se vino arrebatada; con los humos por las nubes, las ínfulas de una reina y el ego elevado al cubo.
Unos meses sin contactarla y pasa esto: delira, cuando la verdad, ni siquiera me apetece oír su voz. Es el polvo rápido de cualquier idiota con plata, pero como su precio es alto, imagina que su valor más allá del coño tiene relevancia.
—Miranda… Estoy al teléfono. Mi voz es sombría y ese se convierte en el primer aviso.
—Es que te extrañé como loca, Jackson —se quita la cartera y el abrigo, enseñando que su atuendo no solo es corto y ajustado, sino que también, atrevidamente escotado.
Fácilmente podría salírsele una teta por ahí.
Fácilmente podría obligarla a pajearme la estaca con un pezón.
Y fácilmente le eyacularía la costosa tela de un descarado vestido que tardo horas en elegir y que le costo un dineral al momento de pagar.
Es que por más VIP que una golfa sea… No deja de comportarse como burra descerebrada.
Si le doy miles por una mamada… Sin problema le hubiese entregado mil extras, por un atuendo que se volcara a mi gusto personal.
—Todas me dicen lo mismo —sonrío, pero no a la esbelta mujer de corta y lacia melena castaña. Lo hago porque el eco insistente de Adam trasciende y lo oigo; oigo sus penosos intentos por averiguar porque m****a no respondo. Cualquier persona cuerda y con dos dedos de frente le cortaría el puto teléfono a su jefe y lo llamaría más tarde… O nunca; pero no; con mis asesores la inteligencia no es compartida; las neuronas de todos ellos se quedan en Wall Street y de ahí no salen.
—Jacky… —sus labios amarronados, gruesos y barnizados en labial transparente se tuercen con fanfarronería —Todas no son como yo. Suelto una risada baja, pero desbordando egolatría.
—Algunas son mejores que tú, florcita. Rueda los ojos, procurando ignorar el trato decadente del cliente de turno y se me viene encima, buscando y reclamando un beso de bienvenida… Que no estoy dispuesto a dar, pero ni de puta broma.
El rechazo es inmediato; es un movimiento automático que me obliga a subir la mano y anclársela directamente al cuello. Miranda se quiere propasar; piensa que puede romper las reglas del que le está pagando y eso es algo que no voy a permitir hoy, ni mañana ni nunca. Se le cruzaron los cables a la zorra.
¿Acaso tiene estiércol en la cabeza o ese cráneo está vacío?
Asqueado y completamente negado a sentir sus labios sobre los míos aprieto sin benevolencia. Soy vehemente y ejerzo tanta presión que sus yemas, desesperadamente se esmeran en pellizcar mis dedos, urgida por zafar de un sofoco que no merma.
El límite siempre ha sido claro: coger sin besos.
—¡Ja... Jack... —su rostro toma un tono que asciende del rosa al rojo en cuestión de segundos; ¡tan invernal y apenas maquillado que se veía, y tan enrojecido y carente de oxígeno que luce ahora—! Jack… Por fa-vor…
La alejo de mi rostro, guiándola y sin aflojar la presión, expresa a mis piernas separadas.
—¿Sacaste a tu abuela del hospital, florcita? —suelto su espigado cuello de cisne, observando con gusto cómo se frota la piel; piel que exhibe fervorosas impresiones de mis yemas.
—No... No le dieron de alta. Me desprendo el cinturón y la tomo por la nuca, reparando en su semblante asustado con una fiereza casi animal.
—Cubriré otro día más de su seguro médico, pero a cambio me vas a tener que hacer una paja como los dioses —exudando autoridad sujeto su barbilla, regando hilos de mi saliva en su tersa mejilla—. Rompes las malditas reglas, que no son muchas porque créeme, no soy exigente, y me obligas a portarme como un cerdo. ¿Te das cuenta? —lamo su lienzo de porcelana, justo sobre el pómulo, aflorándole el deseo insano de un beso. Se deja maltratar y, aun así, a la larga la añoranza por un beso mío le termina pasando por arriba—. No te lo mereces, mi flor —sin importar la humillación, Miranda lo espera… Y verla esperar algo que no tendrá nunca me sabe a puto elixir; elixir que se convierte en la antesala a un buen polvo pues a cambio de su desfachatez le viro la cara de una furtiva bofetada.
—¡Jackson! —se cubre la zona golpeada y me contempla al borde del delicioso llanto. No existe cosa más exquisita para alguien que lo tiene todo simplemente chasquear los dedos, que ser capaz de volver m****a la integridad o los sueños de una persona.
—Me la vas a chupar como una sopapa, y no vas a volver a cruzar la raya. Si te llamo otra vez y lo vuelves a intentar... Me encargaré de que tu abuela regrese a cuidados intensivos y a ti te aventaré de mi camioneta... Con mi camioneta en marcha. Quizá cuando te rompas las malditas piernas aprendas que para lo único que sirves es para usar lo que traes en el medio de ambas y la boca, que por supuesto no la quiero para hablar.
Asiente con lágrimas en los ojos y apoyando las manos en mis muslos, atina a desabrochar completamente mi pantalón.
—Pero... —parpadea contrariada al ser frenada por mis dedos y mi brusquedad.
—Con los labios me gusta más, florcita.
Tragándose el sabor del rechazo se las ingenia para, con la lengua y los dientes desprender el primer botón de mi cremallera. En su esfuerzo radica mi excitación. En ver su desgaste e imperiosa necesidad por complacerme.
La camioneta se pone en marcha, acelerando, y en el movimiento la flor se me viene encima. Sin quererlo, su boca impacta en mi bulto estimulando mi tronco ladeado y apretado por el bóxer.
Con prisas se endereza procurando reanudar la tarea, pero Milton frena de imprevisto y ahí es que siento la maravillosa y estimulante sensación de su cara en mi humanidad, que tanto me prende.
—Vamos… Hoy no quieras jugar con mi tolerancia —acaricio su terso y corto cabello—. Tengo más prisas que de costumbre. Sabes que puedo ser algo brusco y agresivo si no te adaptas a mis tiempos.
Con temor, Miranda se apresura. Su proceder se entorpece y sus atropellos terminan por endurecer mi estaca. Con cada intento suyo por bajar mi cremallera, su nariz fricciona el nacimiento de mi vara, enardeciéndome. Es lo que me gusta, y creo que aquí está la razón del porque cada que aterrizo en Chicago la llamo a ella.
Miranda es tan torpe que en su inexperto desenvolvimiento trabaja más con la boca, que, con el resto de sus agujeros, y si soy franco… Los labios húmedos, gruesos y bien carnosos de una mujer me la empalman de manera depravada. Es mi fetiche culposo y no me lo niego; prefiero gargantas estrechas a diferencia del resto, que pide vaginas faenadas por cuanta verga se cruza en el camino.
No hay placer más grande que una buena bocota, una nariz respingada y tersas mejillas restregándose por mi verga. Es elixir puro; mucho más disfrutable que el sobrevalorado coito del que todos los machos nos hemos jactado alguna vez.
Coger es más que meter y sacar la polla; coger es morbosear, exigir, tomar y continuar exigiendo hasta que la depravación te lleve al puto cielo.
—Florecilla… No eres más especial que el resto de mis flores, así que esmérate porque donde me aburras te voy a arrancar todos los malditos pétalos —su aliento empaña la tela mientras lucha desenfrenadamente por desvestirme, y sus suaves soplidos me estremecen cada que respira sobre mi piel rugosa y caliente. El contacto, para nada premeditado es cien veces mejor que mi polla partiéndole el coño. Su aliento, una mamada y mi capullo baboso arremetiendo su garganta será, siempre más exquisito que su vagina—. Tengo que continuar una llamada telefónica —anuncio, pensando en el inservible de Adam—. ¿Te vas a quedar calladita mientras comes?
B**e sus largas pestañas y asiente con esfuerzo—. Sí.
—Sí... ¿Qué?
El percibirla derrotada, sometida y con el ego mancillado es mi afrodisíaco. Llegó con aires de grandeza y reinado, y se irá arrastrada como una harapienta sierva.
—Señor Lennox.
—Estupendo —retomo la comunicación con el retardado mental de mi asesor—. La conferencia empieza en veinte minutos, pero estoy atrasado —él me balbucea; mostrándose nervioso.
Es tan idiota…
Tan bueno para trabajar, pero tan estúpido para la vida que de la decepción paso a la pena en un dos por tres.
—No puedo iniciarla por ti, Jackson. Es tu proyecto. Uno de los más importantes de la bolsa para Chicago. Tu padre va a estar ahí...
—No te estoy pidiendo que la comiences —aprieto los dientes cuando la suave lengua de Miranda repasa mi tallo; tallo gordo que se sale del bóxer—. Sólo quiero que la retrases. Mi vuelo aterrizó con desfasaje de horario. La castaña jalonea el elástico y libera mi miembro por completo. Su destreza es asombrosa cuando se lo propone y su boca, un arma ociosa que juega con mi tronco, chupeteando, lamiendo y succionando hasta dejarlo erecto.
—Haré lo que esté a mi alcance —dice cada vez más y más inquieto—. ¿Cuánto te vas a demorar?
—Diez minutos —lentamente me rasco la espesa barba castaña, menguando las ansias de enterrarle los dedos en el pelo a la florcita y ensartarle mi lanza en la tráquea de una.
—Diez no se oye tan mal —suspira y le imito. La boca de la prostituta tragándose mi carne hace que mis venas se engrosen, mi falo se ensanche y mi capullo vibre por la constante contracción de su garganta—, pero Jackson...
Repaso mi pelo y con brusquedad alzo la cadera, penetrando de una y en profundidad.
—¿Qué? —gruño.
—No te distraigas en el camino.
Los mechones castaños y ondulados que caen por mi frente ocultan mi lasciva sonrisa. Nunca me pescaron infraganti, pero las murmuraciones son comidilla del mundo entero cuando de un codiciado soltero de Manhattan se trata.
Se rumora que soy mujeriego y violento. Que me he convertido en un cliente adicto a las buenas prostitutas y que, pese a pagarles bien, con ellas me comporto de la misma manera que me desenvuelvo en el mundo de la bolsa: con decadencia, sin escrúpulos y de forma despiadada. De Jackson Lennox se habla demasiado, pero nada se comprueba, de nada hay evidencia, todo es chismoseo barato y encima, amarillista. Me gustan los excesos rápidos; de esos que te muestran las puertas del paraíso pero que te destruyen en cuestión de segundos, aunque también me gusta ser sigiloso, discreto y reservado. Cuando está en juego el prestigio de una dinastía en un lugar como es Wall Street, el éxito depende de la discreción y yo; priorizo Lennox por sobre todo lo demás.
Para los negocios soy el lobo, pero cuando las gráficas de valores se terminan, las laptops se apagan y las puertas de la Bolsa se cierran… Soy un ejemplo moderno del salvaje hombre de las cavernas.
—Jackson —insiste Adam.
—Descuida... Nunca falto a mi palabra, y nunca pierdo el control de nada.
—¡El tiempo es algo que no puedes controlar! —está a punto de estallar y creo que a veces lo deseo. Realmente deseo que eso pase.
—No ha existido cosa que en el mundo… Ni existirá jamás, cosa en el mundo, que yo no pueda controlar. Lo dejo con el rosario de súplicas en la línea y corto, enfocándome en la pequeña Miranda, a la que entre risas le acuno las sienes con las manos, embistiendo con dureza y forzándola, en empellones violentos a tragarse mi carne y las primeras gotitas que sus arcadas exprimen de mi verga.
No hablo, no muestro contemplación ni le doy pausa. Busco desahogar las ganas más básicas y primitivas de sacarme la leche, regocijándome en el placer que me causa observar su aprehensión, sus ojos llorosos, su melena que se enmaraña con rapidez, sus mejillas que se tiñen de rojo y su respiración que no acompaña. La hostilidad es parte del juego; es lo que busco y lo que exijo de mis florecillas cada que las llamo. Tomar por lo que estoy pagando, de la manera que se me dé la gana y apreciar lo que genera el hecho de rendirle a un salvaje disfrazado de filántropo. Flores que se intimidan, se cohíben y ceden ante el sometimiento, porque pese a haber nacido en cuna de oro, modales, ética y sublime educación, mi alma de cavernícola ha sido imposible de erradicar. Si de cacería y sexo se trata, no existe tipo de negocios, tan sólo un animal dispuesto a despellejar presas con tal de satisfacer sus bajos instintos.
Echo la cabeza hacia atrás, embistiendo sin darle tregua, afirmando las palmas en sus sienes y graznando de gozo cuando Miranda araña sin pudor el dorso de mis manos para que, de esa manera, la suelte. Su desespero es mi elixir y sus límites, la cúspide de placer pues exploto en tres estocadas, llenándole la boca de semen. Los jadeos se van acompasando, igual que las acometidas.
Quiero que me ordeñe hasta la última gota; que se lo trague todo. La misericordia me puede y la lentitud es el premio; ella lo sabe y yo no tengo que repetirlo; si no come y traga, no verá un sólo centavo.
Así es el trato que mantengo con Miranda y también con el resto; follan como quiero o no les pago.
—Eres fabulosa... —untarla con una mamada suya es una delicatez; tan pequeña y apretada que con el último empuje los hilos de crema le empiezan a escurrir por la comisura—. Traga mi flor —la tomo por el pelo y ejerzo presión, manteniendo toda mi polla en ella. La castaña bebe lo que puede; se esfuerza por aguantar y rendirme, pero, aun así, mi crema le chorrea por la barbilla—. Tu trabajo hoy... —de mala manera la alejo de mí— Fue muy mediocre mi florecilla.
—¡Jackson!
—Te doy buen dinero, para que me chupes la verga como me gusta. Te motivo, te miento, te digo que eres exquisita cuando la verdad, de todas las putas caras que hay en Chicago eres la más insulsa —chasqueo la lengua e indico a Milton por el intercomunicador que frene la camioneta—. Te trato lo mejor que puedo y me haces el trabajo a medias.
El derrape es contundente; tanto que la florecilla acaba golpeándose contra la mampara polarizada que separa chofer de pasajero.
—Jackson... Por favor.
—En el mundo de las inversiones, negocio mediocre no es negocio —me guardo la polla en el pantalón, abro la portezuela y jalándola del brazo la obligo a bajar, dejándola desacomodada en la acera y en una posición sugerente; de pie, pero desencajada, con el vestido enrollado, el pelo enmarañado y los ojos vidriosos—. No te voy a pagar por esta m****a que me acabas de hacer —intenta berrear y reclamar, incluso algunas lágrimas ruedan por sus mejillas—. Y donde se te ocurra abrir la boca, ir a la prensa o exponerme frente a mi familia, tu abuela se muere de hipotermia en plena calle en un dos por tres.
No digo más, simplemente cierro la puerta y el clic del seguro le indica a mi discreto empleado que debe continuar el recorrido.
Miranda se queda allí, desorientada, consternada, odiándome como me odian todas cuando el morbo y mis ganas se terminan. Se sienten a medias, destratadas y humilladas, pero a la larga... Todas y cada una de ellas responden a mi llamado, si vuelvo a contactarlas.
—Milton —suspirando me comunico con el conductor—. Detente dos manzanas antes de llegar. Quiero caminar.
—Si, señor Lennox. Está nevando, el frío cala hasta los huesos y la gelidez del aire reseca la piel, pero a mí me gusta el clima asquerosamente polar de Chicago. Me gusta que mi barba se endurezca por la brisa, que mi lienzo se resquebraje por las bajas temperaturas y que mis mocasines se entierren en la nieve. Me gusta pensar. Me gusta entender que todo marcha sobre ruedas.
Arreglo mi ropa y me pongo la gabardina, cargando mi portafolio e indicándole a mi empleado que lleve la camioneta al aparcamiento del hotel donde daré la conferencia.
Milton no cuestiona; jamás lo hace. Él asiente y yo me echo a andar, respirando profundo y sonriendo ampliamente cuando el aire helado amenaza con congelar mis narinas.
Las calles están desiertas pese a ser primera hora de la tarde; tan solo una mujer viene andando a lo lejos, avanzando con agilidad y un aspecto andrajoso que diviso conforme se acerca.
Una vagabunda.
El gran defecto de las grandes ciudades: proteger la integridad de esta gente tan sucia, y cargada de malos hábitos.
Gente pobre, precaria y mugrosa.
Gente sin familia o quizá con una familia muerta de hambre que no tiene ni de la basura para comer. Si en mí estuviese la decisión, los enviaría a África o quizá Sudamérica.
Tal vez en sitios de subdesarrollo adquieran gusto por la limpieza y el trabajo.
A fin de cuentas, son gente de m****a que, en Estados Unidos, sobra.
Mi mueca, evidenciando profundo asco se ensancha en lo que la callejera se aproxima. Su cara está sucia y su cuerpo cubierto de harapos. De la cabeza a los pies va tapada de telas roñosas y malolientes.
Ella da conmigo.
Allí esta.
La vagabunda me pone en su campo visual y yo, lo único que aprecio entre tanta porquería es el verde de sus ojos. Ojos almendrados, brillantes y repletos de larguísimas pestañas que se prendan de los míos automáticamente percibe mi repelente escrutinio.
Un minuto, dos, quizá tres pasan cuando la mujerzuela pega, chocando contra la mitad de mi torso.
—¡Serás inútil, andrajosa de m****a! —se lo grazno, alejándola de sopetón como si su contacto tan fugaz fuese la mismísima malaria.
—¡Lo siento! ¡Lo siento! ¡Dios mío, perdón! ¡Perdón! —se aferra a mi brazo, apretando mi muñeca y lucho por distanciarla como sea—. Lo lamento muchísimo.
Chasqueando la lengua y sin importar cuánta violencia ejerzo la separo.
—¡Largo callejera, largo!
La indigente se calla y sus ojos taladran.
Ella no habla, pero su mirar lo manifiesta todo: seguro querrá que me pase un auto por arriba. Regurgita y lanza un inmundo escupitajo cerca de mis pies, echándose a correr al verme alzar la mano, pues procuro mostrarle porqué la gente como ella jamás debe osar en irrespetar a alguien como yo.
—¡Si te vuelvo a ver roñosa perra, te voy a retorcer el cuello!
—¿Señor Lennox? —la ventanilla de la camioneta baja y el trajín del coche enlentece—. ¿Está bien señor Lennox?
—Te dije que fueras al parking del hotel —siseo de malas.
—Creí que se podía encontrar en problemas y...
—Yo me defiendo solo —levanto el brazo para arreglar mi cabello en una coleta cuando lo noto—. ¡Maldita hija de puta!
Vuelto una fiera; con cólera y rabia desmedida veo a la sucia harapienta desaparecer acera abajo.
—¿Señor?
—Esa perra zaparrastrosa acaba de robarme —analizo mi muñeca y el portafolio, que fue abierto—. ¡Me robó el reloj y papeles de mi maletín!Mi chofer saca el celular y yo voy expreso al asiento del copiloto. —No llames a nadie. Síguela —viboreo—. Síguela y si la tienes que atropellar para detenerla... Me vale. Me vale porque cuando la agarre... Le romperé los putos huesos.