Mundo ficciónIniciar sesiónEl espejo es un traidor. Era grande, de cuerpo entero, con un marco de oro tan exagerado que parece burlarse del minimalismo clínico de la habitación. Me obligó a verme. Y la persona que me devuelve la mirada no soy yo. No es la Blair que yo conozco, una chica cansada con una camiseta de algodón y una falda de camarera, con el cabello recogido y los ojos verdes nublados por el miedo financiero.
Esta criatura... esta mujer del espejo es una falsificación, una construcción pulida para el consumo.
—Te falta un poco más de color en las mejillas. —Comenta en un tono muy marcado.
Elmira me había metido en el baño sin preguntar; la mirada de piedra grabada en su rostro es inmutable. Me había duchado bajo su supervisión silenciosa, el agua caliente quemándome la piel, pero sin lavar el miedo. Luego vino la transformación.
Mi cabello, que normalmente me ataba en una coleta práctica, estaba ahora suelto, cayendo en ondas sobre mis hombros y espalda. El cepillado había sido firme, casi doloroso, pero el resultado es una cascada sedosa que añade un aire de sofisticación que yo no siento. El maquillaje es profesional y audaz, con los ojos delineados con un trazo felino, se ven enormes y mi color verde, antes apagado por las ojeras, ahora resalta con una intensidad irreal. Los pómulos estaban marcados con un rubor sutil, y mis labios... mis labios, que minutos antes habían estado secos y partidos, ahora estaban bañados en un carmesí profundo, una provocación que parece ajena a mi rostro.
—No te muevas —espeta, Elmira cuando intento girarme y ella hace los últimos retoques.
Y miro mi atuendo. El primer conjunto que Elmira arrojó sobre la cama, aquel diminuto top negro y rojo, había sido desechado porque me había hecho cambiar.
El atuendo final es un castigo visual. Látex. El material se siente frío y pegajoso contra mi piel recién lavada, revelando cada curva y cada costilla, con una obscenidad descarada. Es de un rojo fuego, el color del peligro. Apenas cubre lo esencial. Un top tipo bralette que parece más lencería. Cuello tipo choker. La parte superior del pecho está formada por una serie de tirantes delgados que crean un patrón geométrico a cada lado que parten del cuello y descienden hasta el busto. Y un pantalón que es poco más que unas bragas de tiro alto, dejando mis piernas completamente expuestas. Siento el aire frío sobre la piel, una sensación de desnudez que me hace arder las mejillas. Y para completar mi atuendo me tiende unos tacones de aguja altísimos, tan finos que parecen desafiar las leyes de la física.
La criatura en el espejo es peligrosa y sexy… una herramienta. Y lo odio.
—Hora de ir. El señor debe verte —La voz de Elmira es plana, sin juicio, lo cual es casi peor que el sarcasmo de su jefe.
La fulmino con la mirada, mis ojos recién maquillados ahora son dos dagas de rabia verde. Intento proyectar mi desprecio hacia ella, pero Elmira es un muro. Una pieza más de la maquinaria de Ivanov y no se inmuta.
Me toma del brazo. No con fuerza, pero con una autoridad innegable. La sensación de su mano fría en mi piel desnuda me hace sentir como ganado.
—Camina.
Salimos y el pasillo está peor iluminado que la habitación, pero lo suficientemente claro para que los hombres de pie alrededor puedan verme. Sus ojos me recorren, de pies a cabeza, una inspección descarada de la mercancía. Siento mis mejillas arder y la sangre subiendo a mi rostro. Elmira me guía, y confirmó lo que sospechaba: estamos en una especie de sótano o un nivel subterráneo. El pasillo termina en unas escaleras de cemento, anchas y funcionales, no decorativas.
Al llegar arriba, el ambiente cambia drásticamente. Elmira me empuja hacia un pasillo largo y opulento. Atrás quedan el cemento y la pintura blanca. Esto es lujo. Paredes cubiertas de colores oscuros, alfombras persas amortiguando nuestros pasos y, espaciadas uniformemente, esculturas y cuadros modernos que parecen costar más que la deuda entera. Es el mundo de Lucien Ivanov, un mundo de belleza fría y poder absoluto.
El camino termina frente a unas imponentes puertas dobles de madera oscura y brillante. Posteados a cada lado, dos hombres armados, vestidos de negro, con las manos enguantadas. Son centinelas silenciosos. Elmira les hace un gesto conciso. El hombre de la izquierda abre la puerta, y Elmira me da un empujón final que me hace tambalear al entrar.
La puerta se cierra detrás de mí con un sonido final y rotundo, dejándome sola en una oscuridad opresiva.
Es una oficina grande y lujosa, con paneles de madera oscura. La única fuente de luz real proviene de la gran ventana detrás del escritorio, donde la noche ha caído. El cielo sobre Las Vegas está iluminado por las luces de la ciudad.
Detrás del enorme escritorio de caoba está Lucien Ivanov. Llevaba uno de sus trajes impecables. Me mira con una expresión impasible, su rostro perfecto y frío es como una máscara griega.
Me escudriña en silencio. Mis ojos se encuentran con los suyos. No había deseo, solo la evaluación de un coleccionista. Su mirada recorre el rojo del látex y el contorno de mis piernas hasta los tacones.
Entonces, lentamente, se pone de pie. Rodea el escritorio y camina con una gracia depredadora. Avanza hacia mí antes de detenerse y luego comienza a caminar a mi alrededor, inspeccionándome como si fuera una estatua recién instalada. Siento que mis músculos se tensan bajo la piel brillante del uniforme.
—Vaya —dice en voz baja y sedosa, sin rastro de la ira de antes—, lo que un buen baño puede hacer.
Aprieto los dientes. La ira que ha estado gestándose se desborda, dándome una descarga de valentía suicida. Lo miro con el desdén más puro que puedo convocar.
—Lo que yo tengo —espeto, mi voz sorprendentemente firme, a pesar del miedo que me ahoga—, se arregla con un baño. Lo tuyo, se arregla estando a tres metros bajo tierra.
Es un error estúpido e imprudente, un acto de rebeldía de una niña atrapada. Y la reacción es inmediata y devastadora.
Lucien alarga la mano, tan rápido que apenas veo el movimiento, y me sujeta por la garganta. No ejerce una presión asfixiante, sino un control absoluto. Me lleva hacia atrás, con una fuerza ineludible. Mi trasero choca contra el borde del escritorio, y antes de que pueda registrar la acción, su otra mano se cierra en mi cintura, levantándome.
Me siento sobre la superficie pulida del escritorio, haciéndome jadear de sorpresa y dolor sordo. Las rodillas me tiemblan.
El rostro de Lucien queda a centímetros del mío, su mirada ámbar es ahora un abismo de amenaza.
—Será mejor que cuides la forma en que te manejas —su aliento sopla sobre mis labios y sus dedos persisten firmes en mi cuello, recordándome exactamente dónde reside mi vida.
Se inclina aún más. Y entonces hace algo que me sorprende por completo. Arrastra su nariz, lenta y deliberadamente, desde mi barbilla hasta la base de mi cuello, justo donde late la yugular. Es una inspección, un olfateo posesivo. El escalofrío que me recorre el cuerpo es traicionero. Cierro los ojos, tragando saliva con dificultad porque es una sensación que mezcla el terror con la humillación.
Se aparta un poco con sus ojos clavados en los míos, buscando la rendición. Su aliento cálido sopla sobre mi rostro.
—Espero que puedas hacer bien tu trabajo, Blair —susurra, volviendo a su matiz frío, pero con un matiz mortal—. Y que hagas exactamente lo que se te diga. Porque de eso dependen personas. Y yo no dudo en romper promesas, pero sí en cumplir amenazas.
—Ya lo sé, ¡maldita sea! —Le respondo, intentando soltarme. Mis manos se apoyan en su pecho contra en el tejido fino del traje, pero él no se mueve—. ¡Suéltame!
Él no lo hace. En cambio, su mano libre, la que está en mi cintura, se mueve para enterrarla en mi cabello, ejerciendo presión en mi cuero cabelludos, dejándome a su merced, y su boca desciende sobre la mía. Es un beso duro y posesivo, un acto de dominación pura y sin pasión. No es un beso, es un castigo… una marca. Me aplasta contra su boca, intentando doblegarme y arrancar cualquier vestigio de mi voluntad. Jadeo de dolor cuando muerde mi labio inferior, saboreando el cobre de mi sangre.
Entonces se aparta bruscamente, el hilo de saliva y sangre, uniéndonos por un instante, mientras lo miro con desprecio.
—Será mejor que hagas lo que se te ordena —repite en voz baja y áspera—, o ya sabes las consecuencias.
Me suelta de mala gana, empujándome ligeramente hacia atrás sobre el escritorio. Lucien se aleja, volviendo a ser la estatua de hielo, dejando mis labios palpitando, mi respiración forzada y mi cuerpo temblando sobre la caoba fría.
—Fuera —ladra con voz dura, dándome la espalda, golpea algo en el escritorio y entonces se dirige hacia la ventana donde su silueta se ve recortada contra el resplandor de Las Vegas.
Me bajo del escritorio como puedo y mis tacones golpean el suelo silencioso. Mis piernas se sienten débiles, como si no pudieran sostener el peso de la mujer de látex. Las puertas dobles se abren sin hacer ruido, revelando a Elmira, que espera como una estatua.
Camino hacia la salida con mi cabeza en alto a pesar de las lágrimas de ira que pican en el rabillo de mis ojos. Al cruzar el umbral, levanto el dorso de mi mano y limpio el carmín manchado y la sangre de mi labio. Es un gesto silencioso y una evidente señal de rebeldía.
El beso había terminado, pero la guerra apenas comienza.







