El viaje en coche es una tortura silenciosa. Voy en la parte trasera del Bentley negro; la piel de los asientos es tan fría y pulcra como la moral de mis dueños. A mi lado, Elmira, con su rostro impasible, parece una estatua de hielo. Al frente, dos hombres de seguridad, enormes y sin cuello, vigilaban la carretera, y a mí, a través del espejo retrovisor. Su trabajo es claro: asegurar que mi "visita" a la estación de policía transcurra sin incidentes.
Mirar las calles de Las Vegas después de días encerrada en la mansión y el club es un golpe. La luz del sol brillante, la gente normal caminando, riendo y viviendo vidas que yo ya no puedo tener, todo es un espejismo cruel. Los colores chillones de los carteles de los casinos, el tráfico ruidoso y libre… son el mundo al que yo pertenezco, y del que me han arrancado.
Una parte de mí, la estúpida e impulsiva que siempre me mete en problemas, grita que abra la puerta, que me eche a correr. Pero la voz de la razón, fría y sensata, me recuerd