La luz de la mañana se filtra a través de las cortinas pesadas de la oficina de Lucien, sin conseguir disipar la oscuridad que se siente en el aire. Estoy de pie frente a su inmenso escritorio. Yo estoy rígida, con las manos cruzadas detrás de mi espalda, observando cada uno de sus movimientos. Llevo mi habitual falda y camisa blanca con zapatos de tacón bajo y el cabello está recogido en una coleta. Un recordatorio silencioso y constante de la jaula en la que me encontraba.
Lucien se encuentra sentado, reclinado en su silla de cuero negro, con una calma que me pone los nervios de punta. Es el ojo de la tormenta, y yo estoy justo en medio. Ha descolgado el teléfono de su escritorio —un aparato que siempre ha estado sobre la superficie— frente a sí. Su dedo se posa sobre el teclado.
La ironía de la situación me quema la garganta. Durante semanas, no había existido ni un solo día en el que no hubiera pensado en llamar a Luciana. No para que me rescatara; sabía que eso es imposible. Sino