El aire en el salón es pesado, una mezcla embriagadora de perfume caro, humo de cigarrillo cubano, alcohol destilado y la menta fría que siempre flota alrededor de Lucien. Esta es la noche de la gran fiesta, el clímax de la farsa de la mansión Ivanov. Y yo solo soy una sombra de servicio, moviéndome entre la élite criminal y política de la ciudad.
Mis músculos gritan por el esfuerzo. Estoy enfundada en un uniforme que es una burla a mi sensualidad. Una falda negra, con corte en A, que llega a la mitad de mis muslos —lo suficientemente corta para ser atractiva, pero lo suficientemente recatada para ser servicio—, una camisa blanca de tres cuartos almidonada y una ridícula pajarita negra que me apretaba el cuello. La joya de la corona, pienso con sarcasmo, vestida como un pingüino. Al menos no voy en cuero o látex; eso sí sería un espectáculo deplorable en medio de estas personas.
Y los tacones. Unos tacones de servicio negros, bajos para los estándares de baile, pero lo suficientemente