Quería meterme en un hoyo. Un hoyo profundo, oscuro, y no salir jamás. Quería borrar el recuerdo de la suavidad de su mano en mi muslo, el ardor de sus labios en mi pecho. Me había desarmado, no con violencia, sino con placer. Y lo había logrado.
Pero la vida en la mansión no permite el luto ni la convalecencia.
Justo cuando quería seguir sumergida en mi miseria, un golpe seco y autoritario resuena en la puerta. No es un toque, es un aviso.
—¡Blair! —La voz de Elmira, cortante como el cristal, atraviesa la madera—. ¡Arriba! ¡Tienes que atender al jefe!
Me levanto de golpe, mi cuerpo reaccionando automáticamente a la orden. Me pongo de pie sintiendo el frío de la alfombra bajo mis pies.
—Ya voy —respondo con mi voz áspera por la falta de uso.
Elmira casi tumba la puerta al abrirla de golpe, sin esperar mi permiso. Está vestida con su uniforme impecable, sus ojos duros escrutándome, buscando signos de debilidad. Si nota mi palidez o la hinchazón persistente alrededor de mis ojos, no hac