El pulso desbocado en mi cuello es lo único que escucho. Mis arterias palpitan furiosas bajo el pulgar de Lucien, un ritmo frenético que grita advertencia y, para mi condena, también deseo. Estamos a centímetros, tan cerca que puedo sentir el calor abrasador de su cuerpo. El aire es denso y saturado de la tensión que hemos creado con nuestras palabras, nuestro desafío, y la brutal caricia que acaba de robarme.
—No me tienes miedo, ¿verdad? —susurra, y esa pregunta no es una búsqueda de la verdad; a mí me suena más a una invitación a la perdición.
Mi mente es un caos, una alarma estridente sonando sin parar, pero mi cuerpo está fallando en el control. Mis ojos están fijos en los suyos, buscando un indicio de burla o frialdad, pero solo encuentro una intensidad hambrienta que me devora y es el reflejo de cómo me siento ahora. La mano que antes me ha acariciado el pulso en el cuello se hunde en mi cabello, sujetando mi cabeza con una firmeza que no admite escape.
Y luego, el último rastr