La mansión Moretti se alzó frente al auto como un gigante antiguo, solemne y silencioso, casi conteniendo el aliento ante el regreso del Don. El sol de la tarde caía oblicuo sobre las columnas de mármol, tiñendo todo de un dorado grave, como si la casa misma comprendiera que la calma era solo un disfraz.
Giorgio abrió la puerta trasera con el respeto ceremonioso de siempre. Isabella sostuvo el brazo de su padre; cada paso de Giuseppe era firme, lento, obstinado. Charly venía detrás con las flores, la maleta del hospital y un humor que no lograba tapar del todo el filo de la tensión.
—Al fin en casa —murmuró Giuseppe, y su voz arrastró un peso que ningún vendaje podía ocultar.
Ana salió corriendo desde la entrada.
— ¡Señor! —sus ojos se humedecieron al verlo de pie—. Dios bendito… qué alegría verlo aquí.
Giuseppe soltó una media sonrisa.
—Ya bastantes preocupaciones les di. Necesito un café que sepa a hogar, mi querida Ana.
—Enseguida, Don —respondió ella con el orgullo de quien cuida