El aroma del almuerzo recién servido llenaba la mansión. Ana movía las ollas con la destreza de quien conoce cada palmo de esa cocina desde hace décadas; el sonido del hervor, el choque suave de los cucharones y el eco lejano de pasos componían una melodía doméstica casi irreal después de días de caos.
—A la mesa, mis amores —anunció Ana, con esa ternura que había salvado tantas veces a esa familia.
Giuseppe, aún con el cansancio propio de quien vuelve de la muerte, llegó apoyado en Charly e Isabella. Se sentó con un suspiro que parecía arrastrar siglos.
—Por fin comida decente —bromeó Charly, dejando una taza de café sobre la mesa—. Ese hospital… hace que cualquiera baje de peso. Yo no sé si estaban tratando de matar al Don o recuperarlo con esa sopa sospechosa.
Giuseppe soltó una sonrisa cansada.
—Ni me lo recuerdes. Te aseguro que en cuanto pueda compraré el hospital y haré que el menú sea digno de los dioses, el mejor chef.
Isabella rodó los ojos.
—Papá, por favor… si te quejas de