El amanecer llegó con un silencio helado. La nieve cubría los techos y el aire era tan puro que parecía cortar la piel. El humo de la chimenea subía recto hacia el cielo claro, mientras dentro de la cabaña reinaba el ajetreo de maletas, abrigos y voces mezcladas.
— ¡Alessa, no olvides tus guantes! —gritó Isabella desde el pasillo.
—Ya los llevo, tranquila —respondió Alessa, ajustándolos mientras Nick le colocaba el gorro con gesto de hermandad.
En el pórtico, los abuelos aguardaban, envueltos en gruesos abrigos. La abuela entregaba pequeños paquetes con dulces caseros a cada uno, mientras el abuelo, con su bastón en mano, sonreía intentando disimular la nostalgia.
—Parecen pollitos saliendo del nido —bromeó Charly, cargando dos maletas a la vez—. Aunque algunos pollitos pesan demasiado.
— ¿Me lo dices a mí? —protestó Giorgio—. Ese bolso tuyo parece que lleva ladrillos.
—No son ladrillos, es puro estilo —replicó Charly, sacándole una carcajada al grupo.
La madre de Daniel abrazó a sus