Una hora más tarde, la fiesta había terminado. Los últimos invitados habían abandonado la mansión Moretti. Los acordes de la orquesta se extinguieron como brasas bajo la nieve, y las luces exteriores se apagaban una a una, como si alguien se negara a dejar que la noche continuara ardiendo.
En la escalinata principal, Nick se despedía de Charly y Giorgio. Su rostro era una máscara de cortesía. Nada más.
Carter, siempre el centinela, estaba a su lado. Junto a ellos, Arthur, John y Roger, como sombras leales que no se separan del león herido.
—Buen trabajo esta noche —dijo Carter en voz baja mientras ajustaba los botones de su abrigo cerca del auto—. Si alguien tenía dudas, ya no las tiene.
— ¿Y tú? —preguntó Nick, sin mirarlo.
—Yo todavía no sé si matarte… o abrazarte.
Nick esbozó una media sonrisa sin gracia. —Haz fila.
Arthur, con su cigarro apagado entre los dedos, murmuró: —El teatro fue digno de Broadway. Pero prefiero el infierno a esta ópera familiar.
—Bienvenido al infierno con