El silencio dentro del Bentley blindado era tan denso como la nieve que cubría las calles de Long Island camino a la mansión Moretti.
Isabella miraba fijamente por la ventana: el reflejo de su rostro pálido se superponía a las sombras de los árboles desnudos. Charly, a su lado, mantenía una vigilancia tensa, los nudillos blancos sobre las rodillas. El eco de su gesto de lealtad y la bofetada del Don aún resonaba en el aire cargado.
Al cruzar los imponentes portones de hierro forjado, la tensión no se disipó.
Apenas pisaron el mármol del vestíbulo, Sofía se abalanzó como una furia.
— ¡Bienvenida, pequeña princesita! (Benvenuti, piccola principessa!) —escupió, bloqueando el paso de Isabella. Su voz era un látigo en la quietud. — ¿Disfrutando tu paseo, zorra? (Ti stai godendo il viaggio, stronza?) ¿Dejaste que alguno de esos matones te tocara por ahí para ganarte su protección? Porque no me creo que ese imbécil —señaló a Charly con desprecio— arriesgue su pellejo por una sanguijuela como