El aire olía a pólvora y a vino tinto derramado. Giuseppe salió del restaurante Due Fuochi con paso firme; el abrigo negro ondeaba como una bandera de guerra. A su lado, Giorgio ajustaba el chaleco antibalas mientras murmuraba coordenadas en italiano a los hombres que los seguían.
—Prepárense. Vittoria cree que nos tiene acorralados… pero hoy recordará por qué los Moretti no se arrodillan.
Los faros de tres autos negros iluminaron la calle desierta. Giuseppe subió al primero, su perfil recortado contra el vidrio tintado. Dentro, el silencio era tenso, solo roto por el roce del metal al verificar armas.
—Señor, tenemos confirmación: Vittoria está en el almacén del puerto. Cree que estamos heridos… que retrocederemos.
Giuseppe encendió un cigarrillo; la llama del encendedor iluminó sus ojos fríos.
—Pues vámonos de fiesta.
Los motores rugieron. La caravana partió hacia la zona portuaria, donde las sombras y los contenedores de carga serían testigos de una masacre.
Al llegar, el almacén e