Celeste despertó esa mañana con la garganta seca y el recuerdo borroso de la noche anterior en brazos de Adrien. La resaca era más moral que física: no le gustaba sentirse vulnerable, mucho menos sabiendo que Adrien conocía cosas que ella apenas podía recordar.
Aun así, lo buscó con la mirada y lo encontró en la sala del hotel, de pie frente a la ventana, con una taza de café en la mano. Parecía dueño de cada espacio que pisaba.
—Te ves intranquila —dijo él, sin mirarla—. ¿Es por lo que hablamos anoche?
Celeste se ajustó el cabello y lo observó con cautela.
—No recuerdo cada palabra. Pero sí recuerdo una cosa: quiero acabar con ella.
Adrien sonrió, satisfecho.
—Entonces estamos en sintonía. El primer paso no es atacarla con balas ni cuchillos. Es sembrar dudas. Hacer que la ciudad vea grietas en su imagen perfecta.
Celeste arqueó una ceja.
—¿Y cómo piensas hacerlo? Ella siempre sale ilesa.
Adrien se giró y le mostró unos documentos, fotografías seleccionadas, detalles de reun