La ciudad despertó con resaca mediática. Desde hacía días, la caída de Leonard y las declaraciones de Isabella dominaban los titulares. Las calles estaban llenas de susurros, las cafeterías hervían con debates, y las redes sociales seguían compartiendo su colapso como si se tratara de un espectáculo interminable.
Pero en la penumbra de un ático en el centro, Aelin se mantenía en calma.
El amanecer teñía las ventanas con un resplandor dorado, pero su rostro seguía frío, como si el sol no pudiera alcanzarla.
Darian entró con una taza de café en cada mano. La observó unos segundos: de pie, con el cabello recogido, leyendo los reportes que sus contactos le habían enviado durante la noche.
—El caos se propaga —comentó él, extendiéndole la taza—. Isabella logró arrastrar a tus padres adoptivos a su pantomima.
Aelin tomó la taza, sin apartar la vista de los documentos.
—Era predecible. Amanda nunca desaprovecharía una oportunidad de señalarme como culpable.
Darian se sentó frente a e