En la pared de la mansión Elizalde, el reloj de péndulo marcaba la hora con un golpe seco. Leonard no había dormido. Su traje estaba arrugado, el cabello enmarañado y las ojeras profundas como pozos. Desde hacía noches que lo perseguía el mismo sueño: Aelin, con su vestido blanco, apareciendo en la oscuridad con una pistola en mano, susurrando: «me subestimaste».
Cada vez despertaba empapado en sudor, convencido de que la encontraría en la habitación.
Esa mañana, Isabella lo observaba en silencio, recostada contra la puerta del estudio. Llevaba un vestido de seda carmesí y la mirada astuta de quien disfruta la debilidad ajena.
—Te estás consumiendo —dijo con voz suave, casi como un veneno disfrazado de caricia.
Leonard levantó la vista con un destello de furia. —Cállate.
—No puedes seguir así —continuó Isabella, paseando con calma por la habitación—. Tus hombres ya lo notan. Tus aliados también. Te delataste en la reunión de anoche, Leonard. Dijiste demasiado.
Leonard apretó lo