Mansión de Elizalde.
El amanecer entraba tímidamente por los ventanales, pero Leonard no se levantó de la cama. Su traje del día anterior aún estaba sobre el respaldo de una silla, arrugado, y el cuarto apestaba a whisky derramado y ceniceros rebosantes.
Los ojos inyectados en sangre se clavaban en el techo mientras sus labios se movían apenas:
—Ella… siempre estuvo aquí. Siempre estuvo cerca…
Se giró bruscamente, convencido de que Aelin se hallaba junto a él. La imaginó en un vestido blanco, sosteniendo la pistola que tantas veces había soñado. Pero al voltear, lo único que encontró fue el reflejo distorsionado de sí mismo en el espejo del armario.
La paranoia lo estaba devorando.
El teléfono de su despacho no dejaba de sonar. Cada llamada no atendida era un socio desertor, un aliado que ya no respondía. La prensa aguardaba afuera de su mansión con cámaras y micrófonos, gritando su nombre, exigiendo explicaciones.
—«Leonard, ¿qué pasó con Aelin Valtierra?»
—«Leonard, ¿qué sa