Leonard se sentó en su despacho con una copa de whisky en la mano. La chimenea crepitaba suavemente, pero el calor que emanaba no lograba espantar el escalofrío que le recorría la espalda. Desde la pantalla de su tablet, la imagen congelada de un video viral lo observaba en silencio.
Era ella.
No su rostro, no su nombre, pero sí su presencia. Esa postura, esa mirada desde la sombra de un antifaz, esa voz suave pero cortante como una daga. Era imposible de olvidar.
—No puede ser ella… —murmuró para sí.
Se sirvió otro trago, aunque el primero seguía casi lleno.
Recordó la primera vez que vio a Aelin en aquel orfanato. Desaliñada, tímida, con ojos grandes y llenos de esperanza. Su familia la había adoptado como un acto de caridad, un capricho temporal. Jamás pensaron que se quedaría tanto tiempo. Y él… él había sido su refugio al principio.
Hasta que dejó de ser útil.
—Ella no era nadie… —dijo en voz baja, como si necesitara convencer a alguien—. Una simple adoptada. Sin nombre, sin fort