La mañana comenzó tranquila en el penthouse. Aelin estaba sentada en la mesa del comedor, hojeando un libro de tapas gastadas que había encontrado la noche anterior entre las cajas. No lo leía realmente; más bien, lo acariciaba con la mirada, como si pudiera sacarle respuestas que aún no tenía.
El relicario con la carta seguía guardado en su bolsillo. Cada tanto, lo sacaba y lo abría, volviendo a leer esas palabras escritas con una caligrafía antigua: “El apellido puede olvidarse, pero la sangre nunca miente.”
Darian se acercó con una bandeja de café y pan fresco.
—Parece que ese papel te tiene atrapada —comentó con tono suave.
Aelin levantó la vista y sonrió apenas.
—Es como si alguien hubiera querido dejarme un mensaje hace años, sabiendo que tarde o temprano lo encontraría.
—¿Y qué harás con él? —preguntó Darian, sirviéndole café.
Ella suspiró.
—Esperar a que aparezca la siguiente pieza. Siempre es así: un hilo lleva a otro.
No tuvieron que esperar demasiado.
Alrededor del mediodía