En el otoño de ese mismo año, la casa Howard se vestía con manteles largos, pues, finalmente, el último nieto soltero de la abuela Isabel Howard, contraería nupcias con una bella mujer y poco usual mujer.
Los invitados eran demasiados, Theodore Howard y Anya Rousseau desconocían a la mayoría, pero, ¿cómo podrían perderse el enlace matrimonial de aquel hombre que firmemente se había negado a ser duque?
La abuela Isabel no podía negar lo feliz que se sentía de que su nieto favorito finalmente sentara cabeza, pues a estas alturas, creía que era más fácil morir que ver a su hijo nieto, llegar al altar.
Esta historia de amor tenía varios matices. Esta era la historia de una plebeya que, jamás vio a Theo como un duque, lo vio como un hombre, sí, un hombre que la salvó y que, él, la veía como la mujer que llegó y lo desenterró de un sueño profundo.
Theo y Anya se habían rehusado a una ceremonia y recepción de este tipo, pero la abuela Isabel insistió; además de que, una sola frase sir