Liliana se encontraba encerrada en su mundo, tan pronto llegó junto a su familia a la parroquia de San Agustín en Polanco, ella decidió apagar todas sus emociones, tal como lo había hecho en otras ocasiones.
El problema en esta ocasión era que, hoy llevaba el alma perdida y el corazón roto, sabía que volver a replicar no serviría de nada, así que solo guardó silencio y se perdió en su mundo.
Era evidente que si gritaba, pataleaba o forcejaba, su padre, con una simple llamada, la haría perderse por una temporada en la clínica del doctor Bauer. Sabía que nada bueno vendría de todo ello, puesto que llevaba días sin tomar las pastillas que este le recetaba.
Liliana no era tonta, si por alguna razón, se dejaba llevar, por lo que sentía su corazón, perdería la razón y no lo pensaba en sentido figurado, puesto que, ya conocía las consecuencias de visitar aquella clínica.
La mirada de Liliana estaba perdida, sus labios estaban sellados, sus manos fuertemente entrelazadas. Ella no quería estar