Las cortinas detrás de nosotros se movieron y apareció la cara desencajada del tal Vicenzo. Tenía pánico.
—Señor Galli —tartamudeó—. Yo no tenía idea…
Massimo se volteó y lo fulminó con la mirada.
—Basta —ordenó y el calvo desapareció tan rápido como había llegado.
—¿Qué pasa? —susurré.
—Nada.
Nada no, algo pasaba. Tenía la misma apariencia que cuando lo conocí: una estatua. Y no era por Puccio. Cuando se enfrentaban o se cruzaban, los dos ponían actitud de perro a punto de atacar.
Se quedó en la misma posición por dos minutos y se paró de golpe.
—Ahora vengo —fue todo lo que dijo y salió.
Me dejó sola con 500 miradas encima, porque cada alma en ese condenado teatro estaba observando el palco donde estábamos. Me hice la tonta y seguí con la obra, sin concentrarme. Fingiendo que estaba todo bien, aunque ni sabía qué carajo pasaba.
Cinco minutos después, tal vez diez, las cortinas se movieron otra vez. Era Massimo. Hecho una furia, se le notaba en la mandíbula apretada, en cómo ca