El vaso se le soltó de la mano y cayó sobre la alfombra. Ahora me sostenía con los dos brazos. Me devolvía el beso con la misma fuerza. El sabor de su boca, de whisky mezclado con Massimo, me terminó de desequilibrar.
Entonces no estaba chiflada, no me imaginaba cosas. Sentí que me tocaba por todos lados: la espalda, la cintura, las piernas, mi cuello.
—No te traje para esto —me dijo soltándome la boca y yendo a mi clavícula.
No me importaba, a esa altura no me importaba para qué me había llevado. Solo que podía sentirlo debajo de mí, que la punta de sus dedos me quemaban donde me tocaban, que sus labios se cerraban sobre mi piel.
Movió mis caderas, frotándome sobre él.
—Baila para mí, Victoria —murmuró con la cara hundida en la tela de mi playera, entre mis senos—. Baila como en el Dollhouse.
Esa voz me sacaba de quicio: ronca, baja, grave. Le reverberaba en el pecho, me erizaba cada poro. Y yo, no podía ni hablar. Pero hice lo que me pidió.
Lo tomé de la cabeza, le hundí los dedos e