Paulina
Rupert apareció justo cuando yo aún abrazaba a Max con el corazón latiéndome fuera del pecho.
Entró casi corriendo, desesperado. Se detuvo al ver el cuerpo de Tatiana tirado en el suelo y luego me miró a mí, con los ojos tan grandes como su culpa.
—Señora… yo… —tragó saliva—. Le fallé.
Lo dijo con un tono tan quebrado que no me hizo falta mirar dos veces para saber que de verdad se odiaba por no haber estado. Se arrodilló a mi lado, revisó a Tatiana con rapidez, y luego me miró de nuevo.
—¿Está bien? ¿Y los niños?
Apreté más fuerte a Max contra mí.
—Iris está en la habitación… están bien. Gracias a él —dije, acariciando el cabello de mi hijo.
Rupert asintió y miró al pequeño con respeto.
—Valiente muchacho.
Max se tensó, sin saber qué hacer con ese elogio. Era muy pequeño para que lo felicitaran por ser agresivo.
Iris apareció detrás de la puerta, temblando, con los ojos aún húmedos. Corrió hacia mí, la tomé en brazos y besé su frente repetidas veces.
—Shh… mi amor, ya está.